miércoles, 20 de enero de 2010

Libro I "Mejor con dos" Capítulo I










Podría comenzar diciendo aquello de : "en un lugar, etc., etc., de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía, etc., etc.", Pero, aún quedando muy bien, no tendría ningún sentido, porque no tengo el menor interés en ocultarlo, ni mucho menos en olvidar donde vivo. Sería lo mismo que si dijese, por ejemplo: "en este punto crucial de mi todavía corta pero azarosa existencia, cojo mi pluma .....". Pero hoy nadie se pone tan solemne, ni casi se usa la pluma. Al menos para escribir. Porque, si bien existe una variada tipología de plumas, más o menos utilizadas según los casos, la estilográfica (que hoy día ya no es la más común) ha sido relegada a un mero signo de distinción (siempre que sea cara y de marca lógicamente) o simplemente como recurso cuando no sabemos que regalar a alguien. Hoy para escribir, sea o no largo y tendido, se usa un ordenador, que es menos elegante pero mucho más práctico, y es lo que me propongo utilizar para ir tejiendo este relato.

Principiar algo siempre es difícil y creo que lo mejor será hacerlo presentándome a mi mismo. Al fin y al cabo el autor y el principal protagonista de este cuento soy yo.

Aunque siempre viví en Madrid, hoy hace treinta años que nací bajo el signo de leo en tierras gallegas. Y soy gallego por nacimiento, por familia y por vocación. Estudié en un colegio de curas, me licencié en derecho por la Universidad Complutense de Madrid, y tanto con v, por cuestión de hormonas, como con b, por parte de padre, soy varón para dar y tomar y me gustan los de mi propio sexo. Fui consciente de mi homosexualidad desde la adolescencia y puedo asegurar que no me traumatizó para nada asumiéndolo desde entonces con toda naturalidad. Ni hago alarde de ello ni lo oculto. Sencillamente, vivo y dejo vivir. Se podría pensar que bautizando a un niño con los nombres de Adriano Cesar Augusto estaban predestinándole hacia determinadas prácticas sexuales, pero me huelo que no fue eso. Ni tampoco se debió al hecho de haberlo probado; puesto que desde los primeros esbozos de jolgorio que mi aniñado cipotín se disponía a correr sin consultarme, recuerdo que mi mente no imaginaba atributo femenino alguno, sino prominentes glúteos, firmes y redonditos, detrás de apretados vientres, rematados por un incipiente vello, bajo los que estrenaban virilidad jóvenes penes jugando a quien crece más.



Herencia, educación, circunstancias...... ¡Qué más da!. El caso es que me pirro por un buen tío. Y sobre todo por un buen culo. Uno de esos de macho joven, de cadera estrecha con nalgas duras como la piedra. Eso para mí es lo más atractivo. Y como las nueva generaciones cada vez están mejor paridas, no pude evitar que mi vida sexual fuese un tanto promiscua. Aunque tal vez sea un gen de familia. En otros casos no sé si ocurrirá lo mismo, pero a mí siempre me impulsó el afán del cazador, que conseguida la pieza ya está pensando abatir otra.

Dejando las cosas claras de antemano y siguiendo con mi presentación, debo decir que, además del nombre de pila antes dicho, mi primer apellido es el de la ilustre familia de mi padre, Cabanes de Fontboi, y el segundo, por línea materna, Rui del Trullo, de la no menos ilustre y encopetada casa de los condes del Trullo y marqueses de Alero. y, por nacer antes que mi único hermano Evaristo Humberto, desde la temprana muerte de mi padre, ostento el noble título de barón de Idem. Y, en las solemnidades, llevo su sello de oro y jade en el meñique de mi mano derecha. Porque, aunque no me gusta alardear de ello e incluso pueda ser motivo de irónicos comentarios, para envidia de mariquitas y no mariquitas soy varón por partida doble. Con v y con b, insisto. Y pueda que sea más gay que nadie, pero también tan viril como el que más. Cierto es que cuando voy al solar de los Fontboi, situado entre Lugo y Orense, en el interior de la Galicia profunda, Carmen, la nodriza de mi difunto padre, gran conocedora de los entresijos de la vida del hombre y sus debilidades, me recuerda machaconamente que yo no tengo la casta de mi bisabuelo y de mi abuelo, que al parecer eran dos pichas bravas de mucho cuidado; y me enumera una vez más la lista de "hijos bravos de mi misma sangre", como ella dice, rematando con alguna frase lapidaria tal como: "o teu irmán ainda sé lle vei algo; pero a ti rapaz as mulleres che fán ronchas e non das feito con elas, meu fillo. ¡E inda por riba eres o máis vello!". Siempre he dicho que no hay como la sabiduría popular. Pero, a pesar de ello, repito que soy varón por partida doble; y para mis amigos simplemente Adrián.
                                                                            

Y la baronía de Idem también tiene su chunga. Porque, según cuenta la historia familiar, descendemos de un campesino gallego que vivía en una cabaña situada cerca de un manantial utilizado por los carreteros como abrevadero para sus bueyes, y cuyos vecinos le apodaron "o cabanés", que es como se llama en ese idioma a quien habita en una cabana (en castellano cabaña). Y al referirse a él decían: "o cabanés da fonte do boi". Cuando sus sucesores vinieron a mejor fortuna, adoptaron por apellido lo que era mote y, suprimiendo el acento, al cabanés le quitaron su originaria rusticidad. El resto es una simple contracción hecha con el nombre del citado manantial. Y no se puede negar que eso de Fontboi quedó como muy francés. Algún siglo más tarde, seguramente a buen precio, el rey de turno quiso distinguir a uno de mis antepasados, don Alpidio, concediéndole un título de dignidad, y tuvo a bien otorgarle una baronía. Pero, preguntado por el canciller real de que deseaba ser barón, mi primer antecesor, lleno de solemnidad y erudición, dijo: "¿qué tal sonaría don Alpidio Cabanes de Fontboi, barón de ídem?". Y el jodido canciller así lo repitió al escribano de la corte, que tal como lo oyó lo escribió, y el monarca selló y rubricó la real cédula por la que le hizo la gracia, por la gracia de su puñetero canciller. Y queriendo ser de Fontboi fue, para sí y sus descendientes, de Idem.

A don Alpidio el berrinche lo llevó a la tumba, pero con el tiempo sus sucesores no sólo se acostumbraron a lo de Idem sino que incluso llegaron a considerarlo de una erudita elegancia. Al fin y al cabo es un término latino que en cristiano significa lo mismo. Sin embargo, a mí lo de Idem me suena un poco a cachondeo, con todos los respetos para mis antecesores en el título. Afortunadamente, con el mismo, también heredé un patrimonio nada despreciable, que hábilmente administran tanto mi madre como mi hermano (que hizo económicas y le encantan esos jaleos), y eso para mi es un alivio, porque ni las matemáticas ni los negocios son mi fuerte. Mis gustos van por otros derroteros. El derecho, sin ir más lejos. Que cuando empecé la carrera sólo tenía la intención de adquirir una formación universitaria y, luego, me fui aficionando a la profesión. Y hasta es posible que algún día monte mi propio bufete y deje mi actual trabajo en la asesoría jurídica de un banco (cuya razón social no viene al caso) donde entré a dedo, como otros muchos, y no por mis méritos sino gracias al dinero de mi familia y a que un tío mío es consejero del mismo. No es que sea un genio, pero, modestia a parte, soy de lo mejor del departamento. Lo que me produce cierta tranquilidad de conciencia, teniendo en cuenta que, en un principio, mi único mérito fue mi condición de enchufado; al igual que la mayoría de mis compañeros que también entraron por idéntico sistema de selección. No pretendo justificarme con esto, pero, ya que no tengo valor para renunciar a los privilegios ni me siento capaz de cambiar las cosas, intento al menos ganarme el puesto, tan fácilmente conseguido, demostrando que valgo para ello y puedo desempeñar mi trabajo eficazmente. Otros le echan más morro y no se molestan para nada.

Dejando las grandezas y otras jilipolladas, mi vida es de lo más normal y mis aficiones, en líneas generales, son como las de la mayoría de los gay: la literatura, la pintura, la música, el arte en general, la moda, y, sobre todo, la seducción de otros hombres y la consiguiente práctica del sexo, que ha sido, es y será uno de los principales motores que mueven este mundo.

Como ya dije, he sido consciente de mi atracción por los hombres desde muy joven, aunque no tuve mi primera experiencia, propiamente dicha, hasta los quince años, cuando ya había estrenado mi baronía el año anterior. Con esto no pretendo escandalizar, pero, aunque siempre seamos un poco niños y mucho más cuanto más crecemos, sexualmente, a esa edad, ya no lo somos tanto como la hipocresía de ciertos sectores sociales se empeña en hacernos creer. Y estamos hartos de hacer "cochinadas" solos o acompañados, ya sea con el mismo o distinto sexo según se tercie el gusto o la ocasión; y muchos también follan. Es posible que todavía no comprendan bien el amor ni conozcan sus posibilidades eróticas, pero sí viven su fuerza y follan. ¿Vaya que si follan!. Sus inexpertos testículos no son capaces de almacenar tanta vida y brota de ellos con plenitud y energía, tanto en ansiada compañía como en ansiosa soledad. Y mi primer contacto con el sexo ajeno ocurrió en Galicia.

Una mañana en que fui al río que sirve de límite sur al pazo de Alero, propiedad de mi abuelo materno, donde pasábamos parte del verano, a través de unas matas vi a un muchacho de los alrededores, más o menos de mi edad, que, boca abajo, tomaba el sol en pelotas tumbado sobre la hierba. Me quedé quieto tras el ramaje fijando mis ojos en su hermosa desnudez y fui deslizándolos por su piel tostada hasta clavarlos en la parte más clara de su anatomía, donde la luz del sol hacía más tersas y relucientes sus nalgas que recordaban una apetitosa manzana. Sentí la sangre en el nabo presionándome bajo la ropa y, sin poder reprimirme, desabroché la bragueta para sacarlo. El chaval parecía dormido y sólo a veces, repentinamente, apretaba el culo hundiéndolo por ambos lados. Era como si me faltase el aire y las aletas de mi nariz no diesen abasto para respirarlo, mientras que, vehementemente, me amasaba el sexo con una mano. En una de sus contracciones llevó una mano a sus partes. Se volvió hacia el cielo, girando sobre sí mismo, y vi como presionaba con los dedos su polla completamente empalmada, que me pareció enorme. Aunque, todo hay que decirlo, la mía tampoco es manca. Su miembro, erguido ante el apretado vientre, palpitante y rematado de rizos fuertes y oscuros, atraía mis sentidos sin que mi cerebro pudiese razonar o imaginar otra cosa que no fuese tocar aquel joven cuerpo.

Un ardor indefinido recorrió mi ser y la cara se me encendió al tiempo que el chaval miró hacia donde yo me creía oculto; y, después de unos segundos infinitos, me sonrió. Salí de mi deficiente escondite y me acerqué a él apuntando al cielo con mi instrumento. Nos miramos a los ojos, pero de los labios sólo salían sonrisas. Todavía sin mediar palabra me quité toda la ropa y me senté a su lado. El rompió el hielo y me la cogió, y yo hice lo mismo. El siguiente paso fue cosa mía y dejé que el ansia desatase mi lujuria recorriendo todo su cuerpo con mis dedos. A pesar del tiempo, aún siento al recordarlo el cosquilleo que desde la nuca hasta la base de la espina dorsal me produjo el contacto de su carne. Me temblaban las piernas, sin que exteriormente se reflejase, y el corazón me latía como el de un caballo en plena carrera. El muchacho empezó a manosearme también y recuerdo esa sensación como una de las más agradables de toda mi vida. Fue la primera vez que en mi piel sentía palpitar el deseo carnal de otro ser y un sexo que olía al mío; y su carne, dura y flexible, se marcaba en músculos perfectamente dibujados bajo una piel tan justa que apenas hacía pliegues cuando intentabas pellizcarla con la punta de los dedos. Su respiración, su olor, su contacto. ¿Qué sé yo?. Todo él me excitó y en mi cabeza solamente había lugar para tales sensaciones que me parecieron sencillamente maravillosas. Luego vinieron los besos y noté su lengua entre mis dientes; y también me agradó mezclar mi saliva con la suya. Pero lo más fantástico fue que, aún siendo un cuerpo casi como el mío, me produjese tanto placer percibirlo con todos mis sentidos hasta confundirlo conmigo mismo.

El calor del sol sobre nosotros, el rumor del río y la complicidad de la naturaleza, nos hicieron sentir libres para desfogar nuestros instintos y revolcarnos por la hierba como si fuésemos cachorros que simplemente retozan. El me acarició por todas partes y en cada sitio me provocaba un deseo y una ansiedad totalmente diferente. Yo lo palpé por delante y por detrás, repasando las formas de su cuerpo como el ciego lee por el tacto se sus yemas, y puse especial empeño al llegar a las nalgas, separándoselas suavemente para hundirle, uno a uno, mis dedos en el ano. Prercibía nítidamente el estremecimiento que cada penetración le causaba y continué recorriéndole de arriba abajo la raja del culo, volviendo a introducir suavemente el índice después de impregnarlo con mi propia saliva. Ahora no podría precisar durante cuanto tiempo nos sobamos el uno al otro, pero si recuerdo que apenas tuvimos que meneárnosla para que, quizás por el mero vigor de nuestra estrenada sensualidad, explotásemos el mismo tiempo pringándonos completamente desde el pecho hasta el ombligo.

A partir de entonces nos encontramos todas la mañanas en el río, solos con el sol, y nos divertíamos nadando y jugando desnudos. Por la tarde volvíamos a vernos y por la noche nos buscábamos impacientes el uno al otro. Y así, juntos, pasamos el resto del verano apaciguando nuestros ardores de adolescencia. Lo que nos urgía con demasiada frecuencia, por cierto. Con mi madre no necesitaba palabras para que se diese cuenta de todo; y a mi hermano no hacía falta ocultarle nada. Siempre comprendieron mi diferencia, y, cada uno a su manera, saben entenderme sin pretender cambiar mi vida. Lo que no ocurre con el marqués, como llaman a mi abuelo los vecinos del pueblo, con ese aire irrespetuoso que tienen los gallegos por las alcurnias y demás copetes. El jamás veía con buenos ojos a mis amigos y mucho menos a los inseparables. Porque, si bien siempre fue carca, nunca tuvo un pelo de tonto. Para él, en cuestión de sexo sólo vale lo que su dios manda. Cualquier otra cosa es ser maricón y por ahí ni pasa ni traga. Y, como no se consuela quien no quiere, dice que la culpa es de las discotecas, las drogas y la izquierda. Y no precisamente por ese orden. Yo creo que, en el fondo, es un torquemadita más que añora los sutiles métodos con que la inquisición procuraba mantener la virtud, aunque presuma tanto de anticlerical como de mujeriego. La verdad es que su opinión en ese tema en nada tiene que envidiar a la del mismísimo Vaticano. ¡Liberales donde los haya cuando se trata de sexo, vive el cielo!. Lo que hagan los eclesiásticos parece que importa menos, pero la feligresía que se joda. Y si no, se queda sin cielo.

No todos los curas piensan igual, afortunadamente, aunque, de momento, la opinión de esa institución no tiene el menor desperdicio. Ellas que se lo cosan. Y nosotros con un ferrete en la punta como el que le ponen en mi tierra a los cerdos en el hocico. ¡Y porque todavía no se le ha ocurrido al exégeta de turno proponer la capa de todos los homosexuales!. Y teniendo en cuenta el camino que lleva la alta jerarquía de la Santa Curia todo podrá llegar a su debido tiempo. Eso si Dios no lo remedia, naturalmente.

Pero dejémonos de elucubraciones y volvamos a lo que interesa de mi historia. Aquel muchacho y yo, demasiado jóvenes para captar los complejos matices del amor, satisfacíamos nuestra torpe e incipiente sexualidad buscando egoístamente lo que a cada uno nos apetecía hacer, pero sin llegar a obtener, ni para uno mismo ni para el otro, todo el inmenso placer de que es capaz la imaginación del hombre. Y ni mucho menos para gozarlo conjuntamente sintiendo a través del suyo tu propio placer. En un principio no pasábamos de pajearnos el uno al otro, sin que se nos ocurriese penetrarnos, ya que tampoco sabíamos bien como era eso. Más tarde, él me quiso dar por el culo y me dolió tanto que le cogí miedo. Luego me lo follé yo y al chico le gustó. Con lo cual, terminamos entendiéndonos perfectamente y le puse el culo de verano dos temporadas más.

En esa primera época, aparte de mis desahogos estivales con este chico llamado Antón, sólo uno de mis escarceos puede considerarse digno de ser mencionado, ya que el resto no pasaron de pajillas, más o menos compartidas, siempre a salto de mata y en contadas ocasiones.

El episodio ocurrió en el verano siguiente a aquel en que conocí a Antón y fue algo que, entonces, me pareció absolutamente alucinante. Y aunque quizás fuese preferible dejarlo para otra ocasión, en aras de evitar a mis posibles lectores un prematuro empacho de sexo, creo más oportuno ir quemando etapas hasta llegar, libre de equipaje y con las ideas claras, al meollo de todo esto.

Una tarde se le antojó a mi madre que fuésemos a la finca de una amiga de mi abuelo, doña Catalina, que era viuda y vivía preocupada exclusivamente por el voluminoso contorno de sus grasas y el aspecto de su piel martirizada con afeites y ungüentos. Aún a regañadientes, a mi hermano y a mí, no nos quedó más remedio que acompañarla a la dichosa finca y pasar la tarde con doña Catalina; cosa que se nos presentaba de lo más desolador. Al llegar a la casa nos recibió la buena y oronda señora, con el sobeo y besuqueo de rigor, y, cual no sería nuestra sorpresa, nos presentó a una sobrina de su difunto marido llamada Bea. La chica, de mi misma edad, alta, rubia y buenísima según mi hermano que gusta de ese tipo de carne, vivía en Madrid y había venido a pasar el verano acompañada por su hermano Cuco. Un efebo adolescente y guapísimo, algo aniñado y un año menor que ella, que, por mimo o cadencia, resultaba un pelín afeminado. Tanto, que, sin duda alguna, vestido de mujer estaría mucho más atractivo que su preciosa hermana.

El muchachito, exhibía sus encantos juveniles mostrando la frescura de sus muslos, que salían por la pernera de su deshilachado pantaloncito dejándose ver hasta el mismo pliegue de las ingles, y asomando el pequeño vientre por la cinturilla, premeditadamente floja, que dejaba al aire el inicio del vello apenas florecido sobre el pubis. No había que ser demasiado mal pensado para percatarse de que pretendía claramente provocar al personal. Con aquellas maneras y aquella caída de ojos era fácil prever que, si todavía estaba entero, la virginidad le iba a durar lo que una bolsa de pipas a la puerta de un colegio. La hermana, que se las sabía todas, intentó desde el primer momento tirarme los tejos, pero viendo que roía en hueso, la muy loba se lanzó a por mi hermano y, salido a tope y babeando como es normal en un quinceañero en tal situación, se lo fue llevando al huerto. El guapo mocito también había desaparecido y yo, que malditas ganas tenía de aguantar a mi madre y a doña Catalina, entregadas al comentario social del término municipal en pleno, escurrí el bulto y me dediqué a curiosear por la finca yendo a parar a los establos.

Las cuadras, de piedra vieja y musgosa, tenían un portalón de madera agrietada y carcomida entreabierto, que, dada mi innata atracción por lo desconocido, me invitaba a entrar. En su interior, húmedo y umbrío, aún se respiraba el calor animal de sus ocupantes habituales y, al fondo, se veía otra puerta hecha con tablones viejos, más pequeña y de una sola hoja llena de rendijas, que daba acceso a otro compartimento, posiblemente destinado en otro tiempo para guardar útiles de labranza, de donde salían unos gemidos medio apagados que tanto podían ser de dolor como de placer.

Picada mi curiosidad por tales lamentos, me acerqué, lo más silencioso que pude, y miré por la rendija más grande intentando averiguar lo que allí ocurría. En un primer momento mi ojo se quedó sorprendido y, al instante, mi inquieta minga luchaba por alcanzar el ombligo sin que yo pudiese evitarlo. ¡La escena no tenía desperdicio!. Un chavalote, macizo y de pelo ensortijado, muy moreno y con los pantalones por los tobillos que dejaban al descubierto un trasero formidable, envidiable incluso para un bailarín, hundía con fuerza sus dedos en el vientre de Cuco, que también tenía su sonrosado culo al aire, obligándole a doblar el espinazo y clavándosela por detrás. La fuerza de las envestidas que aquel macharrán le propinaba al delicado muchacho era tal, que, en una de ellas, su cabecita de querubín, tan violentamente sacudida, podía separársele del cuerpo. Cuco volvió la vista hacia el otro chico, y fue tanto el vicio contenido en aquella mirada que, ante mis ojos, de ángel provocador se transformó en una experimentada puta.

Algo crujió bajo mis pies y los alertó, interrumpiéndoles el coito. El machacante, sujetándose los calzones, abrió la puerta rápidamente y me encontró azarado y con la mano en la verga. Pero su asombro duró lo que yo tardé en conseguir que se le empinase de nuevo. El bellísimo efebo, desnudo y sonriendo algo nervioso, se arrodilló ante nosotros y fue alternando nuestros pífanos en su boca mientras yo besaba la del morenazo de carne recia. Tras un prolongado magreo, Cuquillo estaba otra vez viendo para el norte, enchufado a nosotros por ambos extremos, y nos lo ventilamos por turnos, procurando cada uno tener ocupada su linda boquita cuando le tocaba al otro encularlo sin escamotearle energía y esfuerzo. Pero si he de ser sincero, tengo que decir que quien verdaderamente me atrajo fue el gañán y hubiese dado cualquier cosa tanto por follarlo como por dejarme follar. Si bien se la metí a Cuco, mi imaginación sentía en mi rabo la presión de las recias nalgas del mozo. Y cuando era él quien le atizaba al efebo, podía notar en mi ano cada una de las hinchadas venas de su verga bombeando en mi interior con la misma energía con que se lo hacía al afortunado y afeminado muchacho. Creo que quien más disfrutó de los tres fue Cuco. Y es posible que durante un tiempo mi asignatura pendiente fuese meterme un rabo tan potente como el de aquel muchachote, que, aunque nunca supe su nombre, jamás olvidé el potente latido de sus pendulares atributos.

Y aquel fue mi primer trío cuando tan sólo era un tierno adolescente de dieciséis años. A Cuco lo vi varias veces, tanto en el pueblo como en Madrid, pero nunca volvimos a hacérnoslo. Y eso que varias veces lo intentó recordándome lo del establo, pero, aunque sería injusto no reconocer que los años no han pasado para él, para mi gusto peca de ser demasiado amanerado. Y si puedo elegir me quedo con alguien que sea más masculino. Insisto en que a mi me gustan los hombres que se portan como tal y no como mujeres. De lo contrario me dedicaría al otro sexo y mi abuelo seguro que estaría encantado. Y mucho más siendo algo picha loca, virtud que él admira sobremanera en un macho de ley. Para su desgracia lo único que tengo a su gusto es el pito inquieto, porque en lo que se refiere a mis apetencias sexuales es preferible que siga en la más absoluta ignorancia.
En cualquier caso a Cuco jamás le preocuparon mis desdenes, ya que, según comentarios, el mocito lleva una carrera de éxitos que ni la Callas en sus mejores tiempos. Ha tenido a medio Madrid rendido a sus pies, por lo que yo sé. Hasta estuvo liado con un diputado que lo tenía como a una reina. A veces coincidimos en algún club o restaurante y había que ver con que aires aparecía el niño seguido del parlamentario. Sólo le faltaba salir en la tele anunciando cualquier cosa para ser la más divina del gremio. Porque eso de aparecer en la televisión da mucho caché en este país. Después de eso puedes dedicarte a lo que te dé la gana porque ya tienes el éxito asegurado de antemano. Vamos, adquieres patente de corso. O, lo que es lo mismo, te cuelgan el certificado oficial de perejil de todas las salsas. Bueno. Pero dejemos eso ahora.
Después de estas experiencias, que fueron las más significativas de mi adolescencia, mi curriculum sexual no empieza a animarse hasta mis años de facultad, pero ese es otro capítulo de mi historia.

2 comentarios:

  1. Andreas, da gusto leerte.
    Felicitaciones

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  2. Gracias ayax. Aunque mis ilustraciones no son tan impresionantes como las de vuestro blog.

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