viernes, 29 de enero de 2010

"Mejor con dos" Capítulo V

El día me trajo una nueva semana que transcurría sin pena ni gloria. Por la mañana tocaba banco y mataba el resto del día haciéndome la ilusión de estar ocupado en algo. Oía música, leía... El martes hice la compra en el súper de una área comercial y ni siquiera tenía ganas de mantenerle la mirada a una monería de veinteañero que hizo lo indecible por arrastrarme al servicio de caballeros. Esta vez hasta me hice el remolón y tardé lo mío en seguirlo y ponerme a su lado en las meaderas. No tenía mala verga el muchacho, pero a todas luces lo que a él le interesaba era el calibre de la mía, y en cuanto la sopesó en su mano su cara se transformó en la representación mítica de la lascivia. Tampoco tenía mal culo, pero me dio pereza invitarlo a mi casa para follármelo con tranquilidad. Así que nos metimos en un water y nos faltó tiempo para bajarnos los pantalones y calzoncillos, comenzando el consabido ritual preparatorio para poder romperle el culo al chaval. Tampoco era cuestión de peder mucho tiempo, con lo cual le di la vuelta en cuanto me la chupó un rato y se la endiñé de un solo golpe, previamente enfundada en un condón, tras escupirle en su rosado ano con el fin de facilitar la clavada. Apoyó las manos contra la pared y bajó la cabeza doblando el espinazo como un gato. Le separé las nalgas y vi como mi polla entraba y salía casi hasta el borde de su agujero. Era vicioso el cabrito y pedía polla entre gemido y suspiro. Le di por el culo con brusquedad y sin el menor cuidado para evitarle el dolor que podría causarle. El gozó como una perra en celo. Y cuanto más fuerte le daba, más cachondo se ponía aquel angelito. Nos corrimos al unísono, sin que separase sus manos de la pared, y puso perdida de esperma la ropa que tenía enrollada en los tobillos. Lo mío quedó dentro de la goma antes de que se la sacase del culo. Abrimos la puerta y nos separamos sin mediar palabra. Luego cené en casa de mi madre para olvidar mi soledad al calor de su amor, que aunque rodeado de etiqueta no deja de ser maternal. Y por qué no decirlo. También al de los mimos que nunca me niega la cachazuda Germana, que me vio nacer, me crió y protegió de mi abuelo (el marqués), en cuya casa creció ella, a quién Dios guarde muchos años, tanto a él como a la herencia que algún día recibirá mi madre, la futura señora marquesa. Mi madre es el contrapunto de Germana, y las dos se escuchan sin oírse y se entienden sin hablarse. Mientras fuimos pequeños y mocitos mi hermano y yo, el regazo de Germana nos cobijaba de mi madre y su estricto sentido de la educación. Ella es la única que con su templanza es capaz de lograr que la aristócrata mujer abandone sus trece.

El jueves por la tarde salí sin rumbo y se me ocurrió entrar en la primera cafetería que encontré. Me senté en la barra mirando sin ver nada, absorto en mis cosas, y apenas me percaté que un camarerito de ojos grandes y azules me preguntaba que deseaba tomar. Pedí un café y dejé que mi mirada lo siguiese hasta la cafetera. Y reflejada en un espejo situado sobre el artefacto, vi otra vez la mirada felina del mocito. Con un gesto de timidez bajó la vista, pero enseguida volvió a mirarme en mi reflejo sin que pudiera discernir si lo hacía por inocencia o descaro. Hasta me puse algo nervioso cuando al servirme noté nuevamente aquellos ojos que provocaban un encuentro con los míos. El chico, rubito y esbelto, daba una impresión agradable y hasta prometía un gracioso culito bajo la amplitud el pantalón negro que vestía. Se movía con cierta gracia y no cesaba de coquetear viendo continuamente hacia mí. Más por simple curiosidad que por el interés que hubiera podido despertarme, seguí su juego y, entre sonrisa y sonrisa, le di mi número de teléfono por si le apetecía llamarme el domingo, que, según dijo, era el día en que cerraba el establecimiento por descanso del personal.

El liguillo me alegró un poco el resto del día, y a última hora de la tarde me fui a un bar de mariquitas finas y pijas que está en el Madrid de los Austrias. Por suerte allí me encontré a Pedro (porque odio estar solo en un sitio de esos) y le hable de hacer algún plan para semana santa. Lo malo es que no le era posible salir de Madrid a causa de su trabajo. Pedro es diplomático, como lo fue su padre, y está en Asuntos Exteriores. La cosa se me ponía cruda en vísperas de las vacaciones, puesto que Enrique me había llamado esa misma mañana para decirme que se iba con Raúl de luna de miel. Y Cris se marchaba con un chulo nuevo a Bulgaria. Bueno. En realidad no es que Cris pague a sus ligues. Lo que sucede es que él les llama chulos, entre otras muchas denominaciones que no es el momento de enumerar. Lo que no entendí es que coño se le había perdido en ese país, ya que no creo que sea un sitio de mucho tomate gay. Con Alberto y Carlos tampoco podía contar, dado que el primero se marchaba a su tierra a ver a la familia, y el segundo a la sierra. ¡De puta pena tío!. Todo el mundo ya tenía sus planes y yo estaba a verlas venir. Al llegar a casa pensé en repasar mi lista de teléfonos, pero volvió a mi pensamiento Gonzalo. ¿Y por qué no?. Me dije. El chico me gusta y podría resultar ideal. Después de todo también era una buena excusa para llamarlo. Y, dicho y hecho, lo llamé.

"Gonzalo.... Hola, buenas noches. Soy Adrián"
"¡Ah!. Hola. ¿Cómo estás?"
"Bien.... Muy bien.... ¿Y tú?"
"Muy bien..... Ya creía que no me ibas a llamar"
"¿Y por qué no me llamaste tú?. También tienes mi teléfono"
"Sí... Pero esperaba que lo hicieses tú"
"?Qué pasa?. ¿Es que tú también me vas a salir princesa?. Porque para reina aún eres muy joven"
"¡Oye!. Que yo soy ante todo un tío"
"Ya lo sé. Si no lo fueses no te habría llamado"
"Vale"
"Ni tampoco me habrías gustado"
"¿Así que te he gustado?"
"Sí. Y por eso tengo interés en verte otra vez. Y también esperaba que me llamases. ¿O es que no te he gustado lo suficiente?"
"Es posible. Debe ser eso por lo que no te llamé"
"Vale... Entonces adiós"
"¿Quieres que te halague el oído?. Vale. A mi también me gustas y creo que ya lo sabías sin necesidad de decírtelo. Pero esperaba que llevases en todo la voz cantante. ¿O no es así como te gusta?"
"¿Y a ti te gusta eso?"
"Por qué no"
"Tomaré nota para la próxima vez"
"¿Es que va a haber próxima vez?"
"Si tu quieres...Sí"
"¿Cuándo?"
"Mañana"
"¿Después de cenar?"
"Mejor antes"
"¿Me invitas a cenar contigo?"
"Claro. ¿A qué hora te recojo?"
"A las diez"
"Vale"
"Pues hasta mañana"
"¿Tienes prisa?"
"Tengo que chapar. Cosas de ser tan joven. Aparte de no poder ser reina tengo que estudiar"
"¡Ya te vale!.... Hasta mañana entonces"
"Espera..... Un beso". Oí en tono más bajito.
"Muac.... Otra para ti". Dije yo.

El viernes amanecí de un humor excelente, relamiéndome al pensar en la cena de esa noche y el postre que me esperaba. Pero los hados no siempre nos son propicios, y a eso de las cinco (la hora de los toros y el té) sonó el teléfono y la llamada de Gonzalo me sentó como una ducha de agua fría. No podíamos vernos hasta el sábado. Del resto de la explicación apenas me enteré. Creo que fue algo así como que debía ir a la sierra con su madre para preparar la casa antes de semana santa y no volvería hasta el sábado por la mañana. Oído así, de sopetón, lo único que pude decir fue "¡mierda!". Mi gozo en un pozo tan sólo en décimas de segundo.

"Pues comemos mañana y te recojo a la una. ¿Estarás listo?"
" y si quieres antes"
"¿Mejor a las once y media?"
"Sí"
"¿Seguro?"
"Seguro"
"Un beso"
"Otro más fuerte"
"Ok"

Cogí tal cabreo por el retraso en mis planes que me fui a la sauna. Pero con la mala leche que tenía nadie me parecía suficientemente potable para un vil canivete, y mi cabreo aún fue mayor. Al volver a casa, más salido que una mona, me la pelé a la salud de Gonzalo acariciando todo su cuerpo con la ilusión.

Podría parecer curioso, pero habiendo estado tan sólo una vez con él ya era capaz de reproducir cualquier parte de su físico con toda exactitud simplemente cerrando los ojos. Conseguía que mi espíritu, rompiendo los límites de espacio y tiempo, liberase mi fantasía y dotase mi sueño de una realidad carnal susceptible de un contacto casi físico.

El reloj digital del coche marcaba las once y treinta minutos y Gonzalo ya estaba delante de su casa. ¡Joder!. Vestido de calle todavía estaba más guapo. y con el vaquero que llevaba (de esos normalitos y no de marca italiana) estaba para comérselo. Lavado y tan peinadito, con su polo blanco bajo un jersey rojo, y oliendo a colonia de baño de esas que usa toda la familia, me pareció más niño y no me cansaba de mirarlo. Como era temprano sugirió que fuésemos al Prado, lo que me sorprendió gratamente ya que una de mis aficiones es la pintura. Y con la misma nos fuimos al museo.

El muchacho siguió sin pestañear mis explicaciones sala tras sala, deteniéndonos más tiempo en aquellas donde cuelgan las obras de los principales maestros. Primero me preguntaba y luego opinaba sobre unos y otros, pero ante los cuadros más significativas guardaba un religioso silencio. Cuando llegamos a las salas de Goya, ante los fusilamientos de la Moncloa (que en mi opinión es una de las obras maestras de la pintura de todos los tiempos) Gonzalo se quedó inmóvil. Y la luz del farol alumbró de colores sus pupilas absortas en el estallido de sangre que brota del lienzo, inmortalizando la muerte, fruto de la barbarie del hombre. Me llamó la atención su expresión y la emoción contenida que la obra le causaba. 

Comimos cerca del Prado en un restaurante muy agradable que suelo frecuentar y, al terminar, decidimos tomar café en Serrano e ir de tiendas paseando por ese barrio al mejor estilo de una pareja tradicionalmente burguesa. Entramos aquí y allá y en todas revolvimos trapos y cosas como niños jugando. Gonzalo se vio bien con una camisa "guay" de cuadritos azules, "chulísima" (todo según sus propias expresiones), que después de mucho insistir me permitió regalársela, y yo también me llevé alguna cosa, sólo por comprar y sin pasarme en el precio. Porque si alguna obligación nos imponen los privilegios caídos del cielo por nacimiento, es precisamente el ser comedidos en el gasto con nosotros mismos y desprendidos y generosos con los demás. Y esta condición es la que diferencia realmente al viejo del nuevo rico. Ya que la moderación es parte de la elegancia, y tan detestable es el despilfarro sin tino como la miserable tacañería. Nunca he sido agarrado pero tampoco me gusta hacer grandes dispendios sin venir a cuenta. Lo necesario para no privarme de algún que otro capricho y vivir confortablemente, que es el único interés que despierta en mí el dinero. Claro que cuando se tiene en abundancia todo se ve de distinta manera y se le da menos importancia a lo que te sobra en exceso. Puede que de ser otra mi suerte no hablase tan alegremente del vil metal.

Pero sigamos con el relato. Hacia las ocho de la tarde llegamos a mi casa y nos tumbamos en cueros sobre la cama. El acaracolado vello de su bajo vientre llamó la atención de mis dedos que se pusieron a jugar con él. Y su sangre joven fluyó a su pene empinándolo con fuerza de sobra como para repoblar la tierra después de una catástrofe nuclear. Sería más contundente decir polla o tranca, pero hablar bien de vez en cuando tampoco cuesta nada. Su sexo alcanzó mi mano y sus ojos pidieron mis besos. Y los besé después de besarle la boca, que volví a besar otra vez. Y besé su cuello y sus mejillas de hombre todavía niño. Y su excitación latía en la mía. Y mis ojos también pidieron sus besos, y él los miró y ganó esa mano manteniendo el interés del juego. Saciados de lamernos la piel y mamarnos los órganos genitales, me tendió boca arriba y se sentó de rodillas frente a mí clavándome dentro de él muy despacio, paladeando golosamente, centímetro a centímetro, el exponente de mi virilidad ( esto sí que me quedó realmente delicado). 

Galopó sobre mi cuerpo como un diestro jinete y atizó mi lujuria hasta volverme loco mordisqueando sus generosos labios. El orgasmo fue intenso y prolongado y aullamos los dos al mismo tiempo.

Terminado el primer asalto pensamos en salir a cenar y a tomar unas copas, pero cambiamos de idea y pedimos comida china. No es que sea mi favorita, puesto que donde esté una buena dieta mediterránea que se quite el resto, pero he de confesar que en la cocina soy bastante nulo y demasiado vago para ponerme a cocinar. Luego la música acompañó la charla sobre nosotros, nuestras preferencias, gustos, aficiones. En fin, todas esas cosas que dan sentido a nuestras vida. Gonzalo es el menor de tres hermanos y va para ingeniero como su padre. Y quizás por ser el benjamín tiene más confianza con su madre. Pero, aunque no quiera admitirlo, en el fondo admira la forma de ser del padre y desearía sentirse mucho más unido a él. En eso tiene celos de sus hermanos, sobre todo del mayor, ya que piensa que su padre está más orgulloso de ellos, porque cree que (aún sin haberlo manifestado nunca a nadie) intuye su tendencia homosexual. Es factible que sea de eso modo. Pero, sin embargo, estoy seguro que son meras suposiciones de Gonzalo y quien se margina es él por miedo a que su padre le diga su opinión al respecto, si ciertamente se ha dado cuenta de ello. Cosa que personalmente dudo teniendo en cuenta la ceguera que para estas cosas quieren tener los padres precisamente. Desde luego si alguien lo intuía era su madre pero hacía lo indecible para que el asunto transcendiese lo menos posible. Y mucho menos que pudiese enterarse papá. ¡Menudo disgusto le darían!. Es un chaval bastante más maduro de lo que cabría esperar a su edad, y en cuanto a música prefiere la de su generación, pero disfruta también oyendo a los clásicos de todos los tiempos en sus diferentes tendencias. Y, evidentemente, le gustan los deportes y juega en un equipo de balonmano. De ahí su espléndida y maravillosa arquitectura física. Hartos de oírnos, silenciamos nuestros anhelos y apagamos la luz para quedarnos solos en ese universo de sensaciones cuyos límites no alcanzamos a distinguir. Percibía a mi lado su calidez y probé a ciegas cada parcela de su cuerpo embriagándome su olor viril al hundir mis sentidos en él. Y ahora sé que nos amamos desde el primer instante y fuimos amor sólo por ser amor. Y así, siendo amor, nos encontró el día en contra de nuestra voluntad de amanecer. Creo que con tanta finura me estoy pasando de rosca y poniéndome un tanto cursi, pero es que este jodido consigue trastornarme sólo con recordar tenerlo amarrado entre mis brazos. ¡Qué cachas tiene el tío! Y aunque no las tuviese, lo cierto es que me enloqueció. Quizás sus gestos, su ingenuidad, su estilo. Un ademán insignificante. ¡Y yo qué sé!. Todo y nada concreto. En una palabra: "él". Ese indeterminable conjunto de su ser. Por eso pienso ahora que débil puede ser la miserable carne y sus sentidos, como diría un clásico. No sé cual, pero supongo que lo diría alguno. Siempre se han dicho muchas chorradas y una más no importa. ¡Ojalá todas las tonterías humanas fuesen tan inocuas y no desayunásemos cada mañana tragando sangre en los medios de información!. Cosas de la política dicen. Y creo que a eso de la política nunca podría dedicarme. No sirvo. Me cuesta mucho callar y pasar por carros y carretas. Se lo dejo a mi tío Eduardo. Un pariente por vía urinaria, casado con una prima carnal de mi padre por vía materna, que es diputado y fue otras muchas cosas en más de un partido político.

Esa tarde me la pasé teta con Gonzalo, y casi quedamos para el arrastre de tanto morrearnos, palparnos, comernos y follarnos. Pero en contra de mis deseos, cada vez más claros y patentes, tampoco podía contar con él durante la semana santa, porque tenía que estudiar e iba a la sierra con el resto de su familia. ¡Lo malo de que sean demasiado jóvenes es que para algunas cosa son un coñazo!. Y definitivamente mi último recurso era Oscar.

Oscar es un señorón de más de cincuenta años, asquerosamente rico, con una mansión muy ibicenca en Santa Eulalia, que por suerte no tenía invitados durante esos días y le pareció genial la idea de que fuese a su casa a pasar las dichosas vacaciones de primavera.

Sin pérdida de tiempo recurrí a otro amiguete para conseguir un vuelo, y, hasta la partida, los días transcurrieron sin acontecimientos dignos de mención y algún que otro polvito. Debo dejar claro que ninguno para tirar cohetes, desde luego.

Por ejemplo el que eché con el camarerito del jueves por la tarde, que me llamó el domingo a las once y media de la mañana y a las doce ya estaba en la puerta de mi casa, vestido con camiseta azul oscura y un ceñido vaquero de color claro que le embutía de una forma muy sugestiva. Realmente me hubiera dado más morbo follarlo sobre la barra de la cafetería, pero eso no hubiera sido fácil. Por lo tanto, ya que lo tenía a mano, no era cosa de desperdiciar la ocasión. De entrada quise disimular mi ansiedad, pero no conseguí aguantar demasiado. Y desabrochándole la cintura le bese la boca entreabierta, metiendo al unísono la mano dentro de los calzoncillos para acariciar las dos nalgas, firmes y tensas como dos volutas, que adornaban el final de su espalda. El resto vino rodado. Sobé todo lo que me dio la gana y lo desnudé precipitadamente como si perdiese el tren de no hacerlo cuanto antes. Pensándolo ahora más despacio, aquella reacción fue extraña en mí, ya que suelo disfrutar descubriendo con calma y lentitud lo que se oculta bajo la ropa, manteniendo la expectación el mayor tiempo posible y anhelando que la sorpresa sea grata. El caso es que en medio minuto ya estábamos los dos en porretas y lo empujaba literalmente a la cama, donde nos dejamos caer mordiéndonos sin orden ni concierto. Todo sucedía precipitadamente sin darnos tiempo a deleitarnos con algo concreto. Sin molestarme apenas por averiguar que podría satisfacer más al muchacho. Repito que no sé cual fue el motivo de un proceder tan frustrante y egoísta, ni que me condujo a actuar de tal modo. Pero lo cierto es que ni me decidía por el derecho ni por el revés, ni tampoco dejaba que el chico insinuase lo que quería.

Por fin, le cogí la cabeza y le obligué a ponerla sobre mi nabo, gordo como una porra de tanto magreo. Y sujetándolo con su mano como si se lo fuesen a robar, me lo chupó engulléndolo entero por si cambiaba de idea y le privaba del apetitoso caramelo.

Me hacía unas cosquillas terribles e incluso me lastimaba con los dientes, y pensé que sería mejor probar si metiéndoselo por el ano le gustaría otro tanto. Volví a colocarlo a mi altura y lo giré sobre sí mismo hasta ponerlo de perfil, dándome la espalda, y, al tiempo que le acariciaba el pecho, me puse un preservativo y lo ensalivé abundantemente para clavársela lentamente por si acaso fuese virgen. Y seguramente lo era, ya que me escamó su primera reacción de extrañeza y miedo. Pero mantuvo la boca cerrada, y al segundo intento ya se deslizó sin dificultad ninguna. Y creo que ciertamente conoció por vez primera la fuerza de otra carne dentro de la suya, provocándole una imprecisa mezcla de dolor y gusto que le estremeció con mi propio estremecimiento uniendo gemidos y jadeos. Su espalda, mojada de sudor, se pegaba a mi pecho empapado con mi exudación, Y de ese modo, embebidos en el eterno baile sexual, alcanzamos el orgasmo. El cual es mucho más placentero si se funde con el del otro.

Tendido en la cama se me ocurría pensar en todo menos en el muchacho que tenía acurrucado junto a mí. Al parecer, dispuesto a intentar un segundo asalto. Puede que quisiese aprovechar la ocasión para que le dejase el esfínter un poco más dispuesto para futuras aventuras. Teniendo en cuenta que la experiencia no le había desagradado en absoluto, sería lógico que desease potenciar esa faceta de su sexualidad, que sin duda le proporcionaría insospechados deleites.

La víspera de mi viaje a Ibiza solamente hice dos llamadas de teléfono. La primera a Gonzalo para despedirme y oír de nuevo su voz. Y la segunda a mi madre para lo mismo y pedirle también que Manolo (su conductor) me llevase al aeropuerto.

A la mañana siguiente, aún con el timbre de voz de Gonzalo grabado en mi memoria, cogía el avión rumbo a la isla más marchosa del Mediterráneo, en la que me esperaban acontecimientos tan sorprendentes como inesperados.

Ni que decir tiene que mis únicos pensamientos durante el vuelo fueron para el joven corredor que una mañana me robó el sosiego en el Parque del Oeste. La ilusión de cualquier posible aventura, quedaba empañada por la imagen de aquel atlético muchacho que empezaba a sorberme el seso de una forma increíble dado el poco tiempo que habíamos pasado juntos.

Gonzalo ocupó mis sentidos hasta que puse el pie sobre el suelo de Ibiza, dejándome un raro sabor agridulce que me desazonó un buen rato.


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