domingo, 24 de enero de 2010

"Mejor con dos" Capítulo III

Casi nunca recuerdo mis sueños, ni tampoco me ha interesado nunca que me los interpreten y saquen de mi subconsciente complejos o algún que otro trauma infantil. Pero aquel día sí recordé que surgió un impertinente teléfono que no paraba de sonar y, al descolgarlo, la voz del inefable Juanito truncó mis sueños.

Juan (Juanito para los amigos debido a un cierto toque de infantilismo retardado en su carácter) es un tío estupendo y también un inoportuno de la leche. Eso en él es algo crónico. Solamente a Juan se le puede ocurrir telefonear a alguien un sábado a las nueve de la mañana. Sabiendo además que la noche anterior estuvo de copas.

Con los ojos medio pegados logré emitir un : "¿diga?" cavernario e interrogante, interrumpido por la inevitable frase: "hola...., soy Juan......... ¿Te he despertado?". Lo hubiera matado de forma lenta y muy dolorosa. ¡De verdad!.

Sabía perfectamente que Alberto, Carlos y yo, estuvimos toda la noche de antro en antro y de club en club. Y como es de rigor, con mejor o peor fortuna según los casos. Por que en cuestión de ligues siempre hay que decir "que Dios reparta suerte". Como por ejemplo la de mi amigo Cris, que también salió con nosotros pero, como de costumbre, mediado el vía crucis lo perdimos de vista en cuanto una monada le alegró la pestaña con su carita risueña y un culito respingón.

Con bastante descortesía espeté:

"¿Qué coño quieres?"
"No. Nada.... Sólo te llamaba para saber si quedaste con alguien para ir a casa de Pedro"
"¿A estas horas?. Rugí.
"Bueno.... Es que tuve que llevar a mi madre al aeropuerto, y como no sabía que hacer se me ocurrió llamarte"
"¿Y por qué no te la machacas por tiempos, bonito?". Me salió del fondo de los genitales.
"¡Joder!. De que humor te pone la resaca, guapo... Bueno te llamo más tarde"
"¡Ni se te ocurra!. ¿O serías capaz de ser tan cabrón?". Le dije. Y luego pregunté: "¿A qué hora es la mierda esa?"
"Quedamos a las nueve"
"De la tarde. ¿Verdad?..... ¿Y entonces para qué me llamas a las nueve de la mañana?.... ¡Gilipollas!"
"¡Joder tío. Te cabreas por nada!"
"¡Y tu que huevos tienes, mamón!"
"No seas modesto Adrián, que los tuyos tampoco están mal"
"¡Encima con cachondeo!. Vale Juan. A las ocho. ¿Te parece bien?"
"¿A las ocho qué?
"Oye salao. ¿Por qué no me haces un favor y te la vas a rascar contra un muro?. ¡Pero de piedra sin pulir, como tu cabeza!"
"¡No te piques, joder!. Me recoges a las ocho. ¿Vale?"
"Sí. Adiós. Y déjame dormir, anda"
"¡Adiós tío grande!"
"¡Hoy te vas a ganar una hostia!. Anda vete a la mierda"
"Adiós..."
"¡Mierda!. Dije.
"Para ti también, querido"
"¡Cojones Juan!". Grité. "Hasta luego". Y colgué antes de asesinarlo.

¡Este Juan es la leche!, me dije. Es otro de mis amigos, aunque no tan íntimo como Enrique. Y, además, también estudió con nosotros en la facultad. El chaval no es feo y tiene buen cuerpo. Pero tiene menos sentido que un grillo.
Intenté volver a conciliar el sueño, pero sólo conseguí dar vueltas hacia uno y otro lado de la cama. Unas terribles ganas de mear hicieron que me levantase. Y al entrar en el cuarto de baño, el espejo sobre el lavabo reflejó mi cara resacosa y somnolienta. Una vez más volvía a preguntarme que carayo había hecho hasta tan tarde en la puta calle: "¡La leche que le han dao!. En cuanto te descuidas te dan garrafón. Y total para nada. Al final no te comes ni una rosca. Está claro que lo que hay que hacer es ir al grano y dejarse de hostias, porque hay demasiadas reinas por centímetro cuadrado en esta jodida ciudad". Me dije para mis adentros.

La verdad es que o te dedicas al chiste, como hace Carlos, que va de extrovertido y le entra al que mejor le parece y encima le sale bien con eso de que resulta gracioso, o te lo montas en plan descaro al estilo de Cris, que los acosa sobándose sus partes para vender mejor la mercancía. Lo que está claro es que yendo de normal, como Alberto, que es un tío majísimo, cada día ligas menos. Parece que a la gente cada vez le cuesta más trabajo comunicarse con otros de su misma especie. Y, unos por otros, pasa la noche y sigues más solo que un mochuelo.







Gracias a Juan ya no me apetecía volver a la cama y decidí hacer algo con mi vida aquella mañana. Me lavé los dientes y todo me pareció diferente. E incluso mi cabeza empezó a poner en duda la necesidad urgente de matar a Juanito. Sin mucha convicción me asomé a la ventana y la esplendidez del Parque del Oeste, vestido ya de primavera, me iluminó la vida. El murmullo de los árboles y el sol me invitaban a salir de mi caverna (que si bien civilizada por la cultura y el urbanismo no deja por ello de ser tal cosa vista un sábado por la mañana) y hasta me apeteció planificarme una mañanera jornada deportiva. Me hizo ilusión ir al parque y notar el aire en la piel. Y ver a los madrugadores paseantes, solos o con sus perros. También a los niños y a los jóvenes (sobre todo a estos últimos) jugando y corriendo. Gentes que, estoy seguro, no hacen el memo toda la noche perdiendo el tiempo y destrozándose el estómago con esos venenos que te dan. Lo malo es que solamente nos da bucólica y ecológica cuando no ligamos nada. Porque si arreglamos el cuerpo con alguna cosita sodomizable o sodomizante no se nos ocurre nada de esto. ¡Pero que le vamos a hacer si la naturaleza nos hizo así!. 

Decidido a comenzar el día de una forma sana y saludable (para lo contrario ya me quedaba por delante la noche y la fiesta) me preparé café, zumo y tostadas con mermelada. Y ataviado deportivamente bajé al parque con la única intención de correr (eso puedo jurarlo).

Había gente por todas partes y de todas las edades. Y perros. Muchos perros. Claro, ellos no salen de copas. Pero tanta gente la verdad es que me extrañó. Me agradó el ejercicio, el aire, el jolgorio de los pájaros y esas sensación de libertad que te da ir ligero de ropa. Y en poco tiempo me olvidé del mundo y sólo contaba el golpeteo de mis pies sobre la tierra. Corrí metros y metros, subiendo y bajando por las veredas del parque y sudando por todos los poros, y el cansancio se hizo sentir en mis piernas acostumbradas de un tiempo a esta parte a trotar solamente por tugurios de ambiente. Pensaba en detenerme cuando a mi costado derecho apareció un chico joven, que, como otros muchos, también había decidido hacer deporte ese día. Lo miré de reojo y seguí viendo al frente con aire displicente. Me adelantó unos pasos y fijé la mirada en el rítmico balanceo de sus redondas y apretadas nalgas. Enseguida mi mente se echó a volar y mis ojos, lentamente, recorrieron por detrás su atlética anatomía intentando imaginar los secretos de aquellas parcelas tapadas por su escasa indumentaria. Ya no podía mantener el ritmo del chaval y me ganó distancia poco a poco. Aprovechando un recodo del camino miró atrás y moderó la marcha. El detalle no me pasó inadvertido, pero deliberadamente no quise alcanzarle. Miró otra vez y aflojó más el ritmo. Yo hice lo mismo y seguí algo distante. Anduvimos algunos metros con nuestro atlético coqueteo e, inesperadamente, el muchacho salió del camino, pradera abajo, mirándome descaradamente como queriendo comprobar mi reacción.
Ni lo dudé un segundo. Fui tras él respetando una prudente separación entre los dos. Por fin se detuvo bajo un cedro enorme y se sentó sobre la hierba mirándome sin disimulo mientras yo me acercaba. Ya a su altura, unos buenos dientes, blancos y bien ordenados dentro de su boca también grande y sensual, se exhibían con una amplia sonrisa. Le correspondí con otra, algo nervioso, y me insinué diciendo:

"¿Te importa que me siente?"

Y no sólo no le importaba sino que tampoco ocultó su interés invitándome a ello y tendiéndome una de sus manos, grandes y con dedos largos y fuertes. Tumbados en el césped, hablamos, seguimos sonriendo e insinuándonos, y mi atención se centraba en la sudada entrepierna de aquel mocetón que tenía delante, por la que asomaba la bragueta interior del calzón corto formando una abultada bolsa donde se alojaban un buen par de huevos. Me parecía increíble que todo aquello fuesen sólo cojones, pero el resto de sus partes se hacía notar ostensiblemente sobre la ingle izquierda, rozando casi la goma que le ceñía el pantaloncillo de algodón unos dedos más abajo del ombligo. Tampoco él podía evitar que su mirada se perdiese en el punto de unión de mis dos piernas, justo a la altura del paquete. Y sin desearlo todavía, la sangre se me iba concentrando en el pito.

Intenté distraer mi calentura y le dije mi nombre. Adrián, naturalmente, que es como me llama todo el mundo. Y él me correspondió diciéndome el suyo: Gonzalo. Tanto su aspecto como sus gestos le daban un aire muy masculino. Y aunque todavía conservaba algún rasgo de niño, sus angulosas facciones, a tono con una fuerte mandíbula, le hacían parecer todo un hombre. Y francamente guapo, además.

Seguimos el tonteo y primero nos rozábamos por casualidad. Luego aprovechábamos cada ocasión y terminamos haciéndolo con la mejor intención por ambas partes. El panorama no podía presentarse más esperanzador, y prometía toda clase de venturas a la vista del marcado torso que se adivinaba bajo la húmeda camiseta, que ya se le pegaba al cuerpo dejando traslucir sus amplios pectorales y unos abdominales, perfectamente dibujados sobre su estómago, bajo cuya piel no almacenaba ni una gota de grasa. Mientras charlábamos (no recuerdo ya sobre que) observé sus fornidas piernas y los muslos me incitaban a besarlos de abajo arriba hasta alcanzar el principio de su vientre. No era lampiño, pero, sin embargo, me daba la impresión de que en sus nalgas apenas tenía vello. Ni tampoco sobre el pecho ni el abdomen. Quizás fuese porque a mí me gustan así, pero ya entonces me hubiese atrevido a asegurar que en ese aspecto me resultaba perfecto.

Es de justicia insistir en que solamente tenía la intención de correr por el parque, pero cómo podía resistirme ante aquel magnífico ejemplar que tenía al alcance de mi mano. ¡Y hasta parecía simpático!. Quizá un elemental decoro hubiera impuesto el deber de hacerlo, pero no tuve fuerzas para rechazar semejante bocado. Ni tampoco se me pasó tal cosa por la cabeza, para que negarlo. Y absolutamente encandilado me dejé llevar. Bueno. Mejor dicho me lo llevé yo a él en canto le propuse ir a mi casa y tomar algo después de ducharnos.

Gonzalo flipó al ver mi apartamento, pero si algo tengo es buen gusto, todo hay que decirlo. Y no es mérito mío sino de mi madre que nos lo contagió con su exquisito refinamiento. Lo más genial le pareció la terraza con sus plantas y tumbonas para tomar el sol.

Exactamente dijo:


"¡Qué guay tío!..... ¿Tomamos el sol?"
"¿En pelotas?"
"Claro". Respondió lleno de seguridad.
"Creo que es mejor que antes nos duchemos. ¿No?". Le dije cogiéndolo por los hombros para conducirlo al baño.
"Primero tu". Le ordené. Y él obedeció sin más, mientras le colocaba en el toallero una toalla limpia y perfumada para secar su cuerpo.
"¿Algo más?". Le pregunté.
"No... Gracias". Y mientras me contestaba ya estaba totalmente desnudo.
Miré su hermosura y me dije admirado: "¡Qué bueno está este cabrón!. ¡La madre que lo hizo!"

Y mi excitación fue creciendo ante aquella criatura de un metro ochenta y cinco, con la piel morena de sol y de aire sobre una encarnadura fuerte y dura perfectamente desarrollada, tal y como a mi me gusta, y no como esos exhibidores de carne hinchada a fuerza de pesas y anabolizantes tan de moda en estos tiempos.

Desde la cintura hasta los hombres, su torso, casi lampiño, podría ilustrar una lección de anatomía muscular. Efectivamente sólo en las piernas y antebrazos un vello castaño y poco tupido le matizaba la piel como si fuese de melocotón. Aún a pesar del vapor que empañaba la mampara de cristal de la ducha, su silueta se me hacía irresistiblemente sugestiva y mi sexo andaba un tanto nervioso. Al salir él me duché yo. Y sé que también escudriñó mi cuerpo desnudo y me observó mientras permanecí bajo el agua. Y hasta podría asegurar que su pene se alborotó también.


Salimos a la terraza cubiertos con las toallas, aprovisionándonos previamente de sendas colas y otras chuminadas para picar, y nos acomodamos desnudos en las tumbonas. Sus ojos, tirando a verdosos, se hacían más claros con el sol, que al obligarle a fruncir el ceño hasta unir sus marcadas cejas parecía alargarle aún más sus largas pestañas. Sin proponérselo consiguió contagiarme su risa y me enganchó su boca. Y su aire informal y algo despreocupado denotaba que el chaval sólo andaba por algo más de los veinte. Miraba mis ojos y yo los veía también viéndome en los suyos. Y, al rato, su polla creció y la mía se endureció al mismo tiempo. Me volví hacia él y su boca, antes sonriente, se entreabrió pidiendo la mía. Deslicé mi mano por su entrepierna y, acercándome a él, besé suavemente el borde de sus labios. Su miembro, por cierto de un tamaño nada despreciable, se hinchó aún más; lo mismo que el mío. Inmediatamente fue él quien dibujó con los dedos la línea de mi boca, y, en un rápido impulso, me besó buscando mi lengua con la suya. Mis dedos se hundieron en su pelo y, atrayendo hacia mí su cabeza, tomé la iniciativa cerrándole los párpados a besos. Y como nuestro calor era mayor que el del sol, le ayudé a ponerse en pie y me lo lleve a la cama cogido por la cintura. 

Volcados en el asunto, nuestros cuerpos entrelazados, esforzados ambos en arrimar el ascua a su sardina, nos convirtieron en auténticos luchadores grecorromanos. De entrada los dos íbamos a lo mismo y tuve que recurrir a la ventaja que mi experiencia me daba sobre él para poder traerlo a mi terreno.

Saboreé su sexo y recorrí su cuerpo acariciándolo con labios y lengua. Primero desde la frente hasta los pies. Luego, dándole la vuelta delicadamente, lo hice de la nuca al culo abriéndolo con mis manos para alcanzar mejor el centro. El chaval se estremecía sin ocultar el gusto que sin duda por primera vez experimentaba. Ascendí paso a paso por su espalda aprisionándolo bajo mi cuerpo, y con mis piernas le obligué a separar las suyas. Y, besándole en las orejas y en el cuello, seguí palpando su ano con mis dedos hasta que su misma excitación rindió su debilitada resistencia sometiéndose a mi deseo. Tomando las necesarias precauciones sin que apenas lo advirtiese, empujé abriéndome camino y penetré suavemente en él. Como obedeciendo a un estímulo, crispó los dedos sobre la sábana y apretó las nalgas y los dientes. Y, ahogando un quejido, hundió la cara en la almohada. Le sujeté las muñecas y le susurré al oído:


"Tranquilo..... Relájate y déjame hacer a mí"

Aquel delicioso cuerpo fue perdiendo rigidez, permitiéndome llegar hasta el fondo, y sus quejas se tornaron en gemidos, convirtiendo su crispación en estremecimiento. Irguió el culo abriendo más las piernas y mi boca buscó la suya. A veces él era quien movía en círculo la cintura satisfaciéndose al darme placer, y otras era yo quien embestía contra su precioso culazo, golpeándome el pubis hasta llegar los dos al paroxismo de un orgasmo salvaje. Puede sonar a exageración, pero este chaval consiguió potenciar mi lascivia al límite desde la primera vez. Siempre fue como si de él emanase algo que me excitase sólo con verlo o acercarse a mí. Antes de que me tocase o de poder tocarlo ya me escurría la libido por todo el cuerpo.

Extenuados, quedamos inmóviles bañados en sudor. Me sentía bien pegado a él, pero lo libré de mi peso y me dejé caer boca arriba tendiéndome a su lado. Gonzalo giró su cabeza hacia mí, me miró, sonrió sin despegar los labios, y cerró otra vez los ojos sin dejar de sonreír como un niño que se despierta de la siesta tranquilo y sosegado. Me enterneció su cara de una ingenuidad casi infantil y sentí una inmensa necesidad de abrazarlo otra vez, porque el mundo se acababa tras aquellas paredes y mi único deseo era que ese instante no tuviese fin. Aunque eso nunca es posible.


Llevé a Gonzalo hasta Alberto Aguilera, nos dimos el teléfono al despedirnos, y, antes de seguir camino hacia el barrio de Chamberí donde vive mi señora madre, le eché una última mirada al trasero y me quedé con la copla el resto del trayecto. 

Y así, en primavera, conocí a Gonzalo; y antes de comenzar el otoño ya necesitaba su amor desesperadamente, haciéndoseme cuesta arriba incluso imaginar el frío de su posible ausencia. Me debatí entre al amor y mi ansia de libertad y me rindió el primero. Dudaba entre otras caricias o sus brazos y me prendió en ellos sin remedio. Al hallarme indeciso entre la morbosa pasión o su ternura, me dormí feliz sobre su pecho. No niego que me asustaba su juventud, pero me atrajo su frescura y espontaneidad. Su naturalidad me desarmaba y la belleza de todo su ser me cautivó. Mil veces me repetí: ¿Será eso amor?. ¿Cómo saber si él realmente me ama?. ¿Y si me ama podré corresponder yo a su amor?. Jamás me había visto en tal situación y reconozco que me sentí jodido. Por qué no será todo esto más fácil sigo diciéndome.

Había quedado para comer con mi madre, y entre unas cosas y otras eran las dos cuando entré con el coche en el portalón del viejo caserón que ella heredó de mi abuela. Una señora que pertenecía a la alta burguesía catalana y sabía como sacar dinero hasta de las piedras. Y en su caso nunca mejor dicho puesto que amasó un respetable patrimonio inmobiliario con independencia de la fortuna de su marido, el marqués de Alero y conde del Trullo, mi poco comprensivo abuelo.

Me di prisa en subir, porque a mi madre jamás le gustó esperar por nadie, y Benito, el mayordomo, vino a saludarme haciéndose notar como siempre:

"Buenos tardes señor. La señora le espera en el gabinete"
"Buenos días Benito. Y gracias"

Este Benito es tan ceremonioso y engolado que no lo aguanto.
Y me fui flechado a saludar a mi madre, que impecablemente vestida, como de costumbre, leía la prensa sentada en su sillón preferido, y al acercarme me ofreció su mejilla para besarla. Desde luego al verla nadie diría que ha pasado ya de los cincuenta. Mi madre dejó el periódico y se interesó por mi vida. Siempre conoció mis inclinaciones y la clase de mis devaneos, pero sabía muy bien como darse por no enterada cuando le parecía oportuno. Y yo, más por comodidad que por convicción, le seguía la corriente. Y nuestra trivial conversación duró hasta que el plomo de Benito anunció que la mesa estaba servida.


Antes de dirigirme al comedor hice mi visita de rigor a la cocina para ver a la buena de Germana. Una gallega de pura cepa, indispensable para todo, que desde siempre gobierna la casa de mi madre y que a mi hermano y a mí nos quiere como a sus propios hijos. 

Durante el almuerzo, entre las espinacas a la catalana y el jarrete a la gallega, mi madre me fue contando los negocios e inversiones que se traía entre manos. Y continuó tratando de lo mismo tanto en el postre como más tarde con el café, ya de vuelta en el gabinete, puesto que con ella, normalmente, sólo se puede hablar de lo que le interesa y es inútil pretender lo contrario por mucho que lo intentes. Yo, resignado, oía su retahíla de cifras y porcentajes asintiendo con la cabeza y algún monosílabo, "si" o "no", según el caso, y haciendo verdaderos esfuerzos por seguirle el hilo. ¡Jamás he podido con eso de los números!. Me cargan soberanamente y no puedo remediarlo. No sé que podría hacer sin mi madre y mi hermano. Como ya dije lo mío son la humanidades. Físicas si son masculinas y psíquicas todas las demás que puedan brotar de la imaginación humana. Con muchísimo disimulo vi el reloj y ya eran las cinco. Tenía que volver a casa para arreglarme un poco antes de ir a la fiesta de Pedro. Pero es difícil que mi madre pueda entender una prisa tratándose de negocios. En eso es tan catalana como su madre. Recurrí a darle coba por su talento para hacer dinero y ella, a modo de epílogo meramente formal, me preguntó:


"¿Y a ti que te parece?"
"Muy bien mamá.... No hay nadie como tú para estas cosas"
"¡Hay si no fuera por mí.... !"
"Tienes toda la razón mamá. Mis asuntos no podrían estar en mejores manos, te lo aseguro"
"¿Vienes a comer mañana?"
"No sé. Pero si vengo te avisaré"
"Dame un beso". Ordenó.

Me despedí de Germana y Benito me acompañó a la puerta. Al llegar a casa estuve a punto de llamar a Gonzalo pero no lo hice. Todavía no me había planteado si quería o no complicarme la vida con alguien. Ligues los había tenido a montones, pero relaciones medianamente serias ninguna. Bueno. Exceptuando lo de Borja y que no quiero volver a remover.

Me tumbé en el sofá del salón escuchando el concierto para piano número uno de Chopin y Gonzalo volvió a mi pensamiento. Su imagen era tan nítida y real que casi podía tocarla. Sentía clavados en mí sus ojos verdes, con una mirada que me quemaba sin poder apagar su fuego. Mis manos buscaban de nuevo sus hombros cuadrados, rematados por dos bolas macizas de las que salían los brazos. Mi olfato sólo percibía su olor a hombre recién bañado que continúa exhalando vitalidad por todos sus poros. La atracción que me causaron sus fibrosos muslos permanecía viva como si aún deslizase los dedos por ellos. El aroma de su sexo me embotaba como si tuviese la nariz enterrada entre sus huevos. Deseaba tenerlo tendido a mi lado para gozar contemplando la perfección de su cuerpo y posar mi mano sobre él, casi sin rozarlo, para captar limpiamente la energía que emana de su interior. Que, sin darte cuenta, te atrapa y te arrastra hacia él como el imán al hierro. Cerré los sentidos al mundo exterior y con la imaginación lo poseí otra vez. Después quedé tan inmóvil como cuando lo tuve conmigo. Y la ternura me invadió otra vez pero me mordí las ganas y no lo llamé.

Y cambiando de música puse "los cuadros de la Rusia pagana", en dos partes, de "la consagración de la primavera" de Stravinsky, por la Israel Philharmonic Orchestra, dirigida por Leonard Bernstein, que es una pieza que me entusiasma en cualquier circunstancia y momento del día. Y comencé a soñar otra vez con una vida ordenada en la que solamente habría lugar para ese amor que se consolida día a día compartiendo los amantes sus proyectos e ilusiones y convirtiéndolos en el objetivo de una vida en común. Qué bonito suena, pero que difícil resulta mantenerlo en el tiempo.


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