sábado, 23 de enero de 2010

"Mejor con dos" Capítulo II


Una de mis mayores virtudes es el profundo respeto que siento por la amistad; y creo incluso que, a lo largo de nuestra vida, los verdaderos amigos pueden sernos más queridos que la propia familia. Es casi un tópico decir que a los primeros los eliges y la segunda te la da la suerte, pero la verdad es que no deja de ser cierto.

No es que me queje de mi familia, ni derecho tendría tan siquiera a pensarlo, aunque sólo fuese por los privilegios que sin comerlo ni beberlo tengo y disfruto por el mero hecho de nacer en ella. Por otra parte, mi madre es una mujer de una gran personalidad, culta, educada, elegante (y no es que esto sea el sueño de todo gay, sino que en mi caso es verdad), y a sus cincuenta y pocos años todavía es muy guapa y con un tipo que muchas jovencitas quisieran para sí. Es sencillamente una verdadera dama. En cuanto a mi hermano qué puedo decir. Al ser un poco menor que yo siento hacia él una especie de sentido de protección, aunque en realidad es él quien me protege a mí. Humberto es mucho más serio y responsable que yo, sin lugar a dudas, y desde luego un perfecto machito. 

Mi madre dice que yo me parezco a ella y él a mi padre. Y tiene toda la razón. El, afortunadamente para mí, ya está casado y va a tener su primer hijo. Con lo cual la supervivencia nobiliaria de la familia está asegurada. Y, gracias al proyecto de criatura, mi abuelo, el marqués, cortó sus insinuaciones acerca de mi pertinaz soltería. Si no conociese su miedo a morirse creería que está ansioso por que le sucedan en sus dichosos títulos. Pero no. Lo único que le preocupa es la jodida estirpe de los del Trullo y su perpetuación en el Alero. Y con eso se arregló el mundo. ¡Vaya por Dios!.

Pobre niño como no tenga hermanos y sus aficiones sexuales vayan por otro camino del que ya le tienen previsto. "Nobleza obliga", le dirán desde su más tierna infancia. Y recuerdo que siendo yo pequeño tenía un miedo atroz a esa señora, que imaginaba terrible y espantosa. Y cuando me explicaron su significado quedé más frustrado que tranquilo. Me habían jodido bien, ya que debía buscarme otro coco para ser un niño como los demás y tener miedo de algo. Pero nunca lo encontré fuera de mí mismo.

Eso de la familia está muy bien, pero los amigos son los amigos y uno de los mejores que tengo es Enrique.

Nos conocemos desde el colegio y también fuimos compañeros en la facultad; y lógicamente nos lo contamos todo. No necesitamos palabras para entendernos. Cuando yo voy él viene y viceversa. Enrique es un típico ejemplar de la alta burguesía madrileña, que cuando no tiene confianza incluso se puede poner un poco tontín; pero detrás de esa pose solamente hay un crío con un corazón enorme. Aunque a veces nadie lo diría, lo cierto es que nos queremos un montón, a pesar de todo y contra todo, como entrañables amigos que somos.

Nuestro paso por la universidad no fue ni peor ni mejor que el de cualquier otro mortal universitario. Solíamos ir a todas partes juntos, y juntos participábamos en nuestras dichas y desdichas. Sin ser dos lumbreras, no fuimos malos estudiantes; y puede decirse que terminamos la carrera en el tiempo reglamentario. La carrera de Derecho, claro, que de la otra, si el amor no lo remedia y no nos faya la suerte, todavía puede quedar para rato.
Con Enrique no sólo compartí estudios y diversión, sino también alguna que otra aventura. Y la más genial fue el viaje por España que hicimos al final del tercer curso. 

Salimos de Madrid hacia el sur a principios de julio, con lo indispensable en la mochila y en el bolsillo y rebosantes de ilusión y fantasía en nuestras cabezas. Confieso que tanto nuestro atuendo como nuestra juventud nos hacían apetecibles para cualquiera; y menos mal que Enrique siempre fue más tranquilo y retraído que yo en cuestión de sexo, porque de lo contrario aquel periplo pudo haber sido terrible. Podría haber vuelto a Madrid en ambulancia a consecuencia del agotamiento físico y erótico, pero ya se encargaba Enrique de pararme los pies. Bastaba que a mí me gustasen casi todos para que a él no le gustase ninguno. Y, a pesar de todo, lo hicimos las veces que nos dio la gana en todas partes y latitudes. Es verdad que la mayor parte de la veces era porque yo lo arrastraba a ello, ya que Enrique es mucho más dado a eso del enamoramiento y dedicarse solamente a uno. Pero en esa primera juventud el ardor de la sangre es mucho y la fuerza de voluntad le flaquea al más pintado ante la buena carne que se ve por el mundo. Ninguno de aquellos devaneos nos dejó la menor huella, por supuesto, pero, sin embargo, voy a detenerme ahora en uno de ellos.

Habíamos llegado por la mañana a Granada y, después de librarnos de nuestro escaso equipaje dejándolo en la habitación de un modesto hotelito, fuimos a la Acera del Darro y, nostálgicos de otros tiempos, acompañamos al río oyéndole contar sus cuitas morunas de nobles estirpes de antaño. La Alhambra, deslumbrante de sol y erguida en lo alto, se asomaba para contemplarnos por encima del cinturón de piedra de sus murallas. Gentes variopintas iban y venían por las viejas callejas, observando aleros, portalones y petrificados blasones de grandezas hoy trasnochadas. Con el calor y el deambular por tanto siglo de historia sentimos sed y buscamos un bar para beber algo. En una plazuela encontramos uno con terraza y nos sentamos para reanimarnos y descansar un ratillo. En otra mesa estaban tres chavales de nuestra edad más o menos, con una pinta de turistas yanquis que no se podía aguantar, que nos miraban sin el menor disimulo. A Enrique le gustó uno muy rubio y rapado como un marine, con pantalón corto de explorador y camiseta de tirantes que dejaba lucir ampliamente sus gimnásticos bíceps y pectorales. Recuerdo que no estaba mal el americanito, pero no era exactamente mi tipo. 

Otro de ellos, también rubio pero menos, tampoco estaba para despreciarlo, pero a mi me llamó la atención el tercero. También rapado pero moreno de piel, cuyas facciones denotaban con claridad el origen africano de sus ancestros. En lugar de pantalón corto llevaba un vaquero raído, con múltiples rasgones por los que se le veían las rodillas y algún que otro trozo de muslo, y una camiseta con letreros y dibujos como si anunciase algo.

No entendíamos lo que decían ni el motivo por el que se reían de vez en cuando. Y no porque no hablásemos su lengua, sino simplemente porque no les oíamos. Pero, de todas maneras, sus miradas eran lo suficientemente elocuentes como para poder imaginarlo. Más difícil resultaba distinguir quien de nosotros dos le gustaba a cada uno de ellos.

Terminadas sus consumiciones se levantaron y, al pasar a nuestra altura, el rubio de Enrique subió la voz y nombró la Alhambra. No había duda de que aquello era una auténtica insinuación con la que nos invitaban a seguirles el rollo. 

Nos faltó tiempo para pedir la cuenta y subir a la hermosa alcazaba nazarita en pos de los yanquis. Como la cuestión era ligarlos, pacientemente y con cara de pámpanos como el resto del grupo de turistas, nos tragamos las explicaciones en inglés del guía mirándonos de reojo ellos y nosotros y dedicándonos ligeras sonrisillas de conejo sin atrevernos a entrar al trapo.
Al llegar al patio de los Arrayanes los cinco nos fuimos quedando detrás del resto y, frente a la almenada Torre de Comares que destaca sobre el pórtico con arcos peraltados de la fachada norte, quedé prendido en la culera rota del moreno, por la que se traslucían sus carnes de color café. Enrique me miró a los ojos, los bajó hasta mi bragueta, volvió a mirarme y me llamó puta. ¡Ja!. ¡Cómo si él no le mirase el paquete a su yanqui rubio!.

"Y tu zorra". Le contesté. 

Mi propia sensualidad hizo que el morenillo, consciente de mi proximidad, reculase hacia atrás y su apetecible culillo rozó mi mano. Estaba a mi alcance y era demasiado para mi cuerpo. Dos de mis dedos se dirigieron autónomamente hacia las aberturas del pantalón y se introdujeron en la tela tocando el culo racial del mulato. Pero éste se separó rápidamente como si hubiese sufrido una descarga eléctrica. Quedé perplejo, pero no tardó mucho en volver hacia atrás poniéndose nuevamente a mi alcance. Esta vez le eché decisión y toqué sus nalgas presionándolas con mis dedos como si jugase con una pelota de caucho. El americano dio un respingo pero no se apartó. E incluso tuve la sensación que retrocedía más aún para facilitarme la labor de prospección ya emprendida. Metí bien los dedos entre la tela y fui palpando las aterciopeladas redondeces que se me ofrecían. Y, detrás, quiso entrar toda la mano que topó con la raja que separaba tan inefables posaderas. Y, súbitamente, el calor me inundó el cerebro. 

Después de estas confianzas, entablamos conversación con los americanos y Enrique propuso continuar la visita juntos, pero yendo a nuestro aire sin guías que nos diesen el coñazo. A ellos les pareció estupendo y recorrimos las murallas de la Alhambra respirando el aroma de esa Granada mora, cuyo embrujo, prendido en la brisa, nos cautiva y llena de sueños nuestros ojos. Y al quedarnos solos en uno de los torreones besé la boca carnosa de mi americano, que me supo a fruta con abundante pulpa jugosa. Dejamos jugar a nuestras lenguas y le mordí los labios, que eran duros y tremendamente suaves al mismo tiempo. Me gustó muy especialmente besarle el cuello y apretarle los óvulos de las orejas con los dientes, lo que lo producía unas curiosas cosquillas y le endurecía los pezones de una forma increíble. El chico se dejaba hacer y eso me satisfacía, no sólo por el gusto que me ocasionaba tocar aquella otra vida, caliente y palpitante, sino porque con sus gestos me trasmitía el placer que yo le estaba causando con mis artes. Y, así, mientras le mostraba la luminosa hermosura de la vega, su piel me evocaba la textura de la seda perfumada con exóticas esencias y no pude reprimir que mi brazo se deslizase por su cintura apretándolo contra mí. El apoyó su cabeza en mi pecho y mi otra mano se posó automáticamente sobre los jirones del trasero, que asiéndolos con fuerza los rasgó aún más dejándome libre la entrada de aquel dulce y tostado melón. Y, sin pensarlo dos veces, allí mismo se la metí de golpe y me lo beneficié entre besos, jadeos y suspiros, sujetándolo bien por la cintura con ambos brazos para impedir que con el movimiento de sus caderas escupiese de su interior mi cipote. Y eso que yo lo enterraba a fondo en su culo moreno. No sé si los americanos son poco originales, pero lo único que repetía era: ¡Fóllame!. ¡Fóllame!. En inglés naturalmente. También es verdad que yo no decía nada y procuraba aplicarme en lo mío. Sólo al final, después de besarle la boca violentamente, le dije: "¡Te follaría mil veces este culazo, cabrón!". No lo entendió del todo pero si captó la intención perfectamente, ya que sonrió de oreja a oreja y sin más soltó cuanto llevaba dentro de sus huevos, provocando en mí el mismo efecto. ¡De qué locuras somos capaces cuando somos tan jóvenes!. 

Enrique y los otros dos americanos se dieron cuenta de todo, y, entre bromas y risas, tuvimos que ir hasta nuestro hotel para intentar remediar en algo los desperfectos del atuendo de Billy, que tal era el nombre del mulatito.

Ya en la habitación nos apeteció ducharnos y nos quedamos todos en calzoncillos sobre las dos camas (que estaban juntas) y terminamos montándonoslo los cinco. Y mientras a Enrique se lo cepillaba su rubio yo me calcé a los otros dos, dándole preferencia a la novedad, es decir, al otro blanquito, que me causó una inmejorable impresión. Me encantó el roce de su bello rubio, solamente perceptible de cerca, que le cubría el pecho, las piernas, los antebrazos y, menos profusamente, también los glúteos. El chico tenía unos ojazos azules muy bonitos y un mentón ligeramente cuadrado que daba a su cara un aire de marine de película, indiscutiblemente atractivo. Lo que sí me sorprendió en un principio, dado su aspecto, es que gozase más que el mulato adoptando una actitud sexual totalmente pasiva. ¡Cómo no le diesen caña era más parado que un chotis!. Temblaba con sólo pensar en poner el culo para que lo ensartasen. ¡Y menuda follada le metí al tío!. Cuando lo tenía enculado a tope, apretaba el ano para notar todas y cada una de las venas de mi aparato. Apenas me dejaba bombearle a gusto para desatascarle bien los bajos. De todas formas no tuvo ni que tocársela para desahogarse plenamente y en cantidad. En fin, cada cual disfruta como le parece. Y en eso está precisamente la gracia del asunto. 

En la facultad también aprendí a distinguir el amor y un día conocí lo que entonces creí el primero de mi vida, aunque ahora, a diez años vista, esa calificación me parece fuera de lugar.

Mi espejismo amoroso fue un compañero de curso, llamado Borja, que me parecía guapísimo y jugaba al jockey sobre patines. La cosa duró casi un curso y el final resultó un tanto patético.

El chaval me gustó en cuanto le eché el ojo, pero nunca me hubiera atrevido a intentar nada con él sino me lo pusiese a huevo un providencial examen de matrimonial. Borja había tenido un entrenamiento muy duro aquella semana y no había podido poner en claro sus ideas para aquel examen. O al menos esa fue la excusa entonces. Pero, repasando la historia, me surgen ciertas dudas sobre quien tenía mayor interés en todo aquello. El caso es que vino a mi casa con el fin de estudiar juntos toda la noche, y, una vez solos en mi dormitorio, el calor de finales de junio hizo que nos quedásemos casi sin ropa, ocurriendo lo inevitable.

Estábamos sentados ante una mesa, no demasiado grande, y nuestras rodillas daban la impresión de aproximarse cada vez más, sintiendo por momentos una especie de corriente que me erizaba el vello de las piernas y los brazos, causándome el mismo efecto que si estuviese en contacto directo con la pierna de Borja. Sentía mis músculos agarrotados y no me atrevía ni a respirar con normalidad para no provocar el distanciamiento de la rodilla vecina. Aquellos momentos debieron ser muy cortos aunque en mi memoria me sigan pareciendo eternos. De pronto algo le picó a Borja, precisamente en la pierna contigua a la mía, y su mano apareció de improviso quieta y crispada sobre mi muslo. Nos miramos a los ojos y noté como su diestra avanzaba por mi pierna hacia la ingle introduciéndose bajo mis calzoncillos. Ya no tenía que empalmarme puesto que lo estaba desde el primer momento que percibí el calor de su cuerpo junto al mío. Pero el cosquilleo de sus dedos intentando agarrar mi pene me excitó sobre manera y le eché mano al paquete apretándoselo fuertemente y amarrándole el pito, que, duro como una piedra, ya le salía a medias por la bragueta. Nos arrancamos literalmente las camisetas y los calzoncillos y nos precipitamos sobre la cama empeñados en agarrarnos todo al mismo tiempo. Estábamos demasiado salidos para andarnos con delicadezas y exquisiteces y torpemente nos masturbamos recíprocamente sin percatarnos de todas las posibilidades que nos ofrecían nuestros jóvenes cuerpos, espléndidamente formados por el deporte. Al principio no resultó demasiado lucido, pero el resto de la noche nos permitió la ocasión de enmendar la cuestión y aprovecharnos mutuamente de nuestras agraciadas prendas. Aprendimos de memoria todos nuestros recodos, incluyendo los más inaccesibles, y me empeñé en mantener una pequeña luz encendida para admirar la atrayente uve que formaban sus ingles al final del pubis, cubierto en parte por un vello ensortijado y oscuro cuya textura y olor me enloquecían. Entonces no hubo penetración, pero no sería justo si negase el inmenso placer que me dio Borja en aquella ocasión.

Llegué a estar convencido de mi amor por Borja, pero lo curioso es que desde el principio Enrique y él ni se cayeron bien ni conseguí que con el tiempo simpatizasen lo más mínimo. Yo le echaba la culpa a Enrique y le decía que tenía celos del otro. Pero él siempre tuvo mayor intuición que yo para calar a las personas y, sin saber por qué, nunca le inspiró confianza. Es verdad que cuando tu mejor amigo se lía con alguien siempre sientes unos celillos al verte algo desplazado en su atención y preferencias, pero en el fondo te alegras de su felicidad. E incluso si el otro le sale rana te cabreas más que si la faena te la hubiesen hecho a ti. Y eso es lo que le sucedía a Enrique. Y, como digo, presintió desde el primer momento lo que iba a ocurrir.

Pensándolo ahora fríamente tampoco yo me explico cómo me puede colar de aquella manera con el dichoso Borjita. Sencillamente fue el primer encoñamiento de mi vida, fruto de la inexperiencia. Realmente estaba buenísimo; y no es falta de modestia por mi parte si digo que yo tampoco estaba mal. Ni ahora tampoco, por supuesto. Hasta yo diría que mejor que antes y a los hechos que más adelante relataré me remito. Cosa que no le ocurre a aquel pedazo de gilipollas, que hay que ver como se puso en tan poco tiempo. ¡Puedo jurar que de pena!.  ¡Qué se joda!. Y no me da lástima ninguna, además. Continúa siendo la estupidez en carne y hueso. Y no te digo nada su mujer que es como una muñeca chochona andarina. Porque el muy imbécil es de los que se casan para disimular y aparentar lo que nunca fue ni será. La pobre idiota de su mujer tiene menos gracia que un zombi, y también anda como una resucitada. ¡Y cómo se viste!. En fin. No es que esté resentido......¡Para nada!.... Al fin y al cabo han pasado muchos años y creo que, después de todo, la experiencia resultó positiva. Dicen que a base de hostias es como se aprende. Pero yo, por si acaso, he procurado desde entonces no llevarme otra más. Lo curioso es que precisamente ahora, cuando cuento mis aventuras y desventuras, vuelvo a estar pillado de nuevo por los jodidos y eternos dilemas del corazón.

A aquel memo es posible que no lo haya querido verdaderamente, ni tampoco él hizo méritos para ello. Pero me obsesionó de tal forma que deseaba estar a su lado a todas horas. Necesitaba verlo y oler su ser. Quería tocarlo y sentirlo a mi lado en todo momento. Cuanto me pidió le di; y más le hubiera dado si me lo hubiese pedido. Y él apenas me dio nada. Y ni siquiera se molestó en saber si me daba placer. Pero todo eso no hubiese tenido importancia si no la cagase al final. No voy a negar que también hubo ratos buenos. Por ejemplo la tira de partidos de jockey que chupé por su culpa. Me encantaba ver su destreza en la pista. Y sobre todo verlo luego en los vestuarios mientras se duchaba con el resto del equipo. Por cierto, con uno de ellos me lo hice un año después y me lo pasé teta. ¡Qué cuerpo y qué culo y qué todo!. Esos son hombres y no otros que yo me sé. ¡Y cómo tragaba el muy cabronazo!. Tanto por boca como por culo. ¡Qué gusto!. Sólo de pensarlo me excito. Pero volvamos con aquel hijo puta. O sea con Borja. 

En un principio nuestra relación fue sólo sexo, pero yo quise otra cosa e intenté que aquello derivase por otros derroteros. Toda relación es difícil. Y entre homosexuales no es que lo sea más, pero existen connotaciones y prejuicios de todo tipo que deben tenerse en cuenta. Y es posible que entonces no estuviésemos preparados para ello ninguno de los dos. Y puede que quizás nunca lo estemos completamente, no tanto por los prejuicios como las connotaciones. Principalmente eso de renunciar a otros, con lo buenorros que están los jodios tíos. Y ya se sabe que la jodienda no tiene enmienda, que dice el viejo refrán. Y digo yo. ¿Por mucho que quieras a una persona, acaso te quitan un trozo por irte con alguien que en ese momento te cause morbo?. Pues la verdad es que no. Se entiende esporádicamente, claro. Que lo demás es ser puta. ¿Y si lo haces, es mejor decírselo o ocultárselo?. Creo que lo único bueno s ser sinceros y plantear las cosas con claridad y respeto a la libertad del otro. Y si hay renuncia que sea voluntaria y no exigida. Y sobre todo y ante todo, el amor, la comprensión y la buena educación. Con esto, al egoísmo ya no le queda sitio. Y sin egoísmo es más fácil convivir y mantener el respeto mutuo que sostiene el amor. Esto se dice muy fácilmente pero lo terrible es llevarlo a la práctica luego. Pero ahí queda para quien desee aprovecharlo y sea capaz de ello.

Mientras yo estaba siempre dispuesto a complacer sus deseos, tenía que esperar a que a él le apeteciese el cachondeo para satisfacer los míos. Sin embargo, no dudé en dejarme hacer lo que no pude con Antón ni había vuelto a intentar con ningún otro hasta entonces. Y su actitud egoísta me lo hizo insoportable, ya que sólo buscaba su propio placer trayéndole sin cuidado procurar el mío. Llegó un momento en que solamente él mandaba en la cama y únicamente hacíamos lo que le daba la gana. El gozaba más cuando yo le follaba el culo, pero me exigía que yo también lo pusiese. Y que para complacer sus caprichos y justificar sus complejos soportase el dolor que su ineptitud me producía al follarme. Ni tan siquiera una sola vez al menos fue capaz de intentar que sintiese el menor deleite ofreciéndole mi cuerpo. Era torpe y brusco. Y, tanto de una forma u otra, en cuanto vertía su lujuria ya no quería saber nada del asunto. El ya había acabado y a ti que te diesen dos duros. Según decía, continuar era superior a sus fuerzas. Y tampoco tenía demasiadas para eso, la verdad sea dicha. ¡Bastante flojo el mozo!. Pero, como dije antes, no me hubiera importado si no fuese tan mamón. Al final tuve que darle la razón a Enrique y admitir que sólo estaba conmigo cuando no tenía nada mejor que hacer. Pero fue el dolor de su cobardía lo que por tanto tiempo blindó mi corazón contra cualquier sentimiento amoroso. Y desde el principio la sola idea de que alguien pudiese hacer el menor comentario acerca de nuestra particular amistad le descomponía y horrorizaba. Y, por ello, me impuso que en la facultad nos tratásemos como simples conocidos. O incluso menos. Delante de los demás casi no me dirigía la palabra y hasta llegó a tratarme con cierto desprecio. Cosa que yo no quería ver, pero que no pasó inadvertida para Enrique. Y un día sucedió lo que jamás hubiera imaginado. Era por la tarde y coincidió que teníamos prácticas de civil. Estábamos en el pasillo, hablando en grupo, y me entraron ganas de mear. Me fui al servicio y, estando en plena función, apareció Borja. Se colocó en un meadero a mi lado y, ni corto ni perezoso, me echó la mano y me la cogió. Estando en la facultad aquello me sorprendió, pero entendí que debía estar muy salido y me presté a su juego. Me dio la espalda y restregó su culo contra mi polla y, de repente, se abrió la puerta y entraron dos amigos suyos. Borja se quedó de piedra y yo me separé de él rápidamente. Y, entonces, se volvió hacia mí con gesto amenazador gritándome: "¡Maricón!". "¡Hijo de puta!". "¡Te voy a partir la cara!". Y me dio una leche que me dejó atontado. Sus dos amigos también me golpearon y me insultaron, pero a mí solamente de escoció y dolió su bajeza. No podía creérmelo y cuando por fin reaccioné me eché a llorar. Enrique, en cuanto oyó la bulla, vino a buscarme. Después le atizó a Borja y le hinchó un ojo que, más tarde, se le puso morado. 

La gresca que se armó fue fenomenal y yo estuve casi dos semanas sin aparecer por clase. Como era de esperar, Enrique se lo tomó como si se lo hubiesen hecho a él mismo y ni él ni yo volvimos a dirigir la palabra a semejante cabrón ni a su pandilla de mamones reprimidos. Al pasar los años a más de uno lo vimos a la luz de un mechero en algún cuarto oscuro mamando cuanto rabo podía. ¡Las muy guarras!. No por mamarla sino por cínicos. Que aquí cada uno es muy libre de hacer lo que mejor le parezca. El otro, Borja, quiso ir de macho por la vida y, como ya dije, se casó con la más tonta que encontró. Y según me han dicho no sale de las saunas y ni te cuento el hambre de polla que debe pasar la mujer. ¡Menuda cabronada!. Sinceramente lo siento por ella, porque nadie se merece que le engañen de esa manera tan ruin. Otra cosa es que te vayan los dos rollos y cumplas con tu parienta. E insisto en una máxima sinceridad entre la pareja. Pero utilizar a una mujer de simple tapadera ante la sociedad me parece absolutamente despreciable. Toda persona debe ser respetada como tal y no puede ser usada en interés de nadie. Sea quien sea ese nadie. Ni aunque se trate del mismísimo Estado. 

Enrique y yo terminamos ese curso cual reinas ofendidas. Y al final hicimos el viaje a que antes me he referido y en el que nos sucedió la anécdota de los tres americanos estando en Granada.

A partir del curso siguiente las aguas volvieron a su cauce, pero durante el resto de la carrera fui una de las mariquitas oficiales del curso. Y no es que lo lamente, porque desde entonces ya no tuve que andar con miramientos para ligar con alguien. Eran ellos los que me entraban y se iban encantados después de ahormarles bien el culo. Ya dice el refrán que no hay mal que por bien no venga. Y la verdad es que me hinché de follar. Es posible que en un principio odiase a Borja, pero al poco tiempo solamente me dio lástima y aún me la sigue dando. Lo único que siento es que, entonces, no sólo me negó la oportunidad de conocer el placer homosexual en toda su extensión, sino que, con su mal hacer, me impidió desear abrirme a otros que posiblemente hubieran hecho maravillosamente bien lo que él no supo. Y aunque luego eso me tentó poco, siempre quise encontrar al hombre que remediase tal situación.

Así fue pasando mi primera juventud y mi vida hoy es el fruto de esas y otras vivencias posteriores. Pero, a estas alturas, espero que mi alma ya no se rasgue desesperada por encontrar un amor, ya que, a pesar de haber dado plenamente en el clavo, también es frecuente a veces que cuanto más cerca lo tienes menos lo ves.

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