jueves, 4 de febrero de 2010

"Mejor con dos" Capítulo IX

Mi madre se puso muy pesadita con eso de no llegar de noche a Galicia y tuvimos que salir de Madrid a las nueve de la mañana. Y durante el camino, aprovechando que no tenía que conducir, me largué una sonata brutal hasta bien pasado Mota del Marqués. Grandes manchas verdes, ligeramente sangradas de pequeñas amapolas, cubrían la tierra parda de Castilla, llena de sol hasta su lejana unión con el espeso azul del cielo. Sobre el brillo azulado del asfalto rebotaba la luz del pleno día, reflejándose también en los colores metálicos de los automóviles, que en número no demasiado excesivo circulaban en ambos sentidos. 

Llegando a las puertas de Benavente, Manolo nos preguntó dónde deseábamos parar para repostar, en el más amplio sentido de la palabra, y proseguir nuestro camino. Y mi madre, siempre en guardia para no perder un ápice de su autoridad sobre todo ante las personas de su servicio, le ordenó:

"Siga a Puebla de Sanabria".

Y el asunto habría quedado zanjado sino fuera porque yo me estaba meando vivo y, haciendo clara ostentación de mi urgencia, me apresuré a pedirle que nos detuviésemos en el primer bar o gasolinera que encontrásemos. Manolo debía encontrarse en situación parecida y le faltó tiempo para dejar al ruta en cuanto avistó al borde de la carretera un hostal con bar y restaurante. Los dos miccionamos por turnos, mientras mi señora madre permaneció impasible en el interior de su elegante automóvil alemán, azul oscuro. Y no es por tirarme un farol, pero al entrar en el bar se me quedó mirando un muchachito bastante bien parecido que vino al servicio detrás mía. Se me insinuó en los meaderos sacudiéndose el pito para ponérselo duro, pero pasé de él totalmente. Ni era el lugar ni el momento más adecuado para distracciones de esa naturaleza. Y eso que el chico daba la impresión de tener un culo digno de una buena palmada con posterior introducción de una rotunda verga en su ojete. Tenía toda la pinta de ser un chaval del pueblo más próximo y rezumaba salud, frescura y dureza de carnes. Desde luego se veía muy bien criado y en otras circunstancias estoy seguro que me lo hubiese comido crudo sin dejar de chupar ni un solo hueso. Pero en aquellos días, aunque allí mismo se hubiese bajado los pantalones y me mostrase el ano abriéndose de piernas, nadie ni nada que no fuese mis dos adorados tormentos podía atraerme.

Desde mi vuelta de Ibiza sólo ellos me quitaron el sueño. Quizás se debiese a una especie de regeneración, o sencillamente que me comieron el coco dejándome tonto. Pero lo cierto es que no me apetecía catar más carne que la de mis dos cervatillos. Cada vez que se lo contaba a Cris no se lo podía creer. Eso era algo muy fuerte para él y sólo se debía a que me echaran un mal de ojo (O meigallo, como se dice en mi tierra) y me habían vuelto gilipollón de baba. ¡Y hasta puede que tuviese razón!. Pero creo que no. Ni tampoco que un hada madrina me tocase en la cabecita, como en los cuentos, y me concediese dos fantásticos dones de carne y hueso. Y de haber sido así, el gusto de la tía era cojonudo. Porque, pasión aparte, de los dos regalitos sólo cabía decir: "¡La madre que los parió!". "¡Buenísimos!". "¡Cómo los huevos fritos de corral, para mojar pan y chuparse los dedos!. Más que un hada tendría que ser un hado mariquita. ¡Divinísima ella, eso sí!. Y evidentemente se pirró por los dos chavalotes y quiso obsequiármelos por ser bueno. ¡Seguro que fue eso!. ¿Qué podía ser si no?. Puesto que si he de ser franco, no creo habérmelos merecido.

Reanudada la marcha por tierras leonesas, camino ya del antiguo reino, cuyas armas rememoran el milagro del Cebreiro, la tierra perdía aridez y la creciente vegetación, que suaviza su mítica soledad, me distraía en mi paciente escucha del programa de actividades que mi madre se había propuesto como objetivo del viaje. Mientras asentía a sus proyectos por puro formalismo, dejaba vagar la mirada por el verde claro de los chopos, alineados cerca del río en perfectas formaciones militares, que cual espigados y altivos guerreros, con ocasión de alguna solemnidad, nos ofrecen el espectáculo de una perpetua parada alardeando de su fuerza y dispuestos para pasar revista.

Cuanto más nos acercamos a mi tierra, el paisaje se accidenta, perdiendo su llana simplicidad, para anunciar la rebelión de los montes alzados contra el cielo y oscurecidos por nubes y tormentas, tras los que se guarda el ancestral suelo gallego. Sanabria es el preludio del exuberante verdor de la tierra de mis abuelos, que como una instantánea desvela lo que encontraremos al traspasar las rapadas sierras que cercan aquel viejo país a modo de gran muralla.

A la una estábamos en Puebla, y la jefa de la expedición ordenó continuar la marcha al parador de Monterrey, donde almorzaríamos aproximadamente a las dos, que es la hora acostumbrada en este país para cubrir tales necesidades. Porque todo hay que decirlo y esa es la hora lógica para el condumio. Ni demasiado temprano que suene a desayuno, ni tampoco tan tarde que se convierta en una merienda. El resto del mundo puede hacer lo que quiera, pero nosotros, como siempre lo hemos hecho. Desayunamos cuando nos levantamos. Es decir, sin hora fija. La comida a su hora. Osea de dos a tres. Y la cena después de las diez de la noche, según se tercie. Y si se tienen costumbre de merendar, hay que hacerlo sobre las seis, porque aquí a las cinco sólo se va a los toros. Y el té que lo tome Rita a esa hora. O los ingleses, que se su problema y no el nuestro. Donde esté una buena merendola a media tarde con embutidos, tales como chorizo, butifarra, u otras delicadezas, que se quiten las pastas y los tés. Y también quién los inventó. Y qué me dicen de un chocolate con churros, porras o picatostes, sin ir más lejos. El problema está en que nuestra merienda es bastante más cara que ese agua coloreada en oscuro que beben por ahí arriba acompañándose de dos o tres frugales trocitos de masa cargada de mantequilla, y que tan finamente denominan pastitas de té. ¡Pues para ellos!. Es preferible un cacho de pan con tomate, aceite y sal. Y además es mejor para eso del colesterol, que tan de moda está en estos tiempos.

Pasábamos ya las portiñas del Padornelo y la Canda, entre montes de piel verde oscura, tamizada de morado brezo y salpicada de amarillo por las mimosas, y mis tripas se ponían impertinentes reclamando alimento. Mi madre, aunque no lo dijese, también debía sentir apetito (ya que una verdadera aristócrata parece que nunca debe sentir hambre) porque preguntó con cierta ansiedad cuanto tiempo faltaba para llegar a Verín. Y Manolo (siempre respetuoso y considerado con su jefa) la tranquilizó diciéndole:
"Señora. Estaremos en el parador a la hora prevista"
"Gracias, Manuel... Pero vaya Vd. con precaución". Respondió ella amablemente.
"Pierda cuidado, señora". Contestó él.

Al salir del segundo túnel ya estábamos oficialmente en Galicia. Y yo miraba por la ventanilla, como si fuese la primera vez, los pequeños campos cultivados y las oscuras casas de lajas, techadas también con pizarras, moteando el panorama hasta agruparse en torno a un campanario barroco o una humilde espadaña, que señalan una aldea perdida entre los montes.

Apenas se veía gente por tales andurriales, a no ser cerca de las casas que flanquean la calzada y principalmente en los bares y gasolineras. Casi todos transeúntes que van de un lado para otro. Mayormente del mar a la meseta y de la meseta al mar.

Descendimos las cimas entre vueltas y revueltas, saltando valles, y al tranquilizarse el viaje con un camino menos accidentado ya avistamos el noble castillo románico de Monterrey que data del siglo XIII y a cuyos pies se instaló Verín bajo la protección de su señor.

No había excesiva clientela en el parador, situado frente al castillo del que tomó su nombre, y nos acomodaron a mi madre y a mí en una mesa, cerca de un ventanal, y a Manolo en otra al lado de la puerta del comedor. Porque ni él se sentiría a gusto comiendo en la misma mesa que su señora, ni a ella se le ocurriría sugerírselo, forzándolo a estar incómodo y cohibido por ello. Por otra parte, a mi madre le encanta hablar con plena libertad de lo que le viene en gana, cosa que no podría hacer sentada a la misma mesa con alguno de sus sirvientes. A excepción, claro está, de Germana, que es de la familia y siempre come con ella cuando viajan juntas (que suele ser lo habitual, aunque está vez me haya tocado a mí la china).

Mi madre no suele ser de mucha comida, y a mí cuando viajo tampoco me gusta pasarme ni en el comer ni en e beber, por lo que ordenamos un menú ligerito y continuamos comentando diversos aspectos relativos al motivo de nuestro viaje.

El fundamental era la salud de mi abuelo, que preocupaba mucho a su hija y también a mí, que soy el mayor de sus nietos. Que sea un tanto retrógrado no implica que no lo quiera. Lo que pasa es que hubiera deseado tener un abuelo un poco más moderno y liberal para ciertas cosillas al menos. Pero en el fondo no es mala persona. Y, al fin y a la postre, se le va toda la fuerza por la boca. A la hora de la verdad es más blando que su hija y que yo mismo. Y, aparte de sus dolencias, el hombre se sabe viejo y eso cuando menos asusta. La paulatina merma de facultades y las crecientes molestias le hacen tanto temer la muerte como quererla. Pero esa es la eterna disyuntiva humana. Se desea una vida sin límite y se odia la vejez. Se rechaza la ancianidad pero no asumimos la muerte. y el buscado elixir de la eterna juventud ni existió, ni existe, ni existirá jamás. Todos estamos destinados a morir con o sin decrepitud. Sólo es cuestión de darse más o menos prisa para ello. Por eso cuando decimos que no queremos llegar a viejos mentimos miserablemente como bellacos. No es cierto. Queremos llegar a viejos porque nos da terror morirnos. Y quizá sea por el simple hecho de no saber que hay detrás de lo que podemos ver. En fin. Me he puesto un poco trágico y aquí de lo que se trata es de hacer pasar al respetable un rato cachondo sin sorber a nadie el coco. 

Cuando nos llegue el momento, a morir tocan. Y aquí paz y después gloria. A otra cosa mariposa. O mariposilla, o mariposón, que de todo hay en la viña del Señor. Vayamos pues al grano y dejémonos de pamplinas y otras mariconadas que no sean aquellas que interesen a mis posibles lectores.
Aguardamos la cuenta con una segunda taza de café, y, al salir del hotel, Manolo ya estaba a la puerta con el coche, sujetando la portezuela posterior derecha, en espera de que montasen su jefa y el crecidito hijo mayor de ésta, que soy yo.

Nuestro viaje se reanudó por el corazón de las tierras gallegas con rumbo al litoral, donde se ubica el pazo de Alero justo a caballo entre las rías de Arosa y Pontevedra.

Con alguna que otra paradita mingitoria y aprovisionamiento de combustible por medio, sobre las siete de la tarde vislumbramos el portalón blasonado de la casa del marqués de Alero y señor del pazo del mismo nombre, mi abuelo Humberto.

La primera en recibirnos fue la señora Hortensia, la casera de la finca, que es una buena mujer, y se deshacía en aspavientos demostrándole a mi madre su devoción y respeto, apresurándose también en llamar al resto del servicio para que recogiesen nuestro equipaje. La escena recordaba un tanto aquellos tiempos ya pasados de damas encorsetadas y señores de mostacho, patillas y chistera, que vemos en las películas. El abuelo, atrincherado en un viejo orejero de cuero deslucido, nos esperaba en la sala de estar con la vista algo perdida posiblemente en pícaras aventuras de antaño. El viejo fue un gran fornicador, según cuentan. Y mi abuela tuvo que echarle mucha paciencia, ya que era lo único que les quedaba a las señoras de entonces cuando el marido les salía un pelín rana. Que era lo normal en muchos casos y sobre todo en este mundo de la alta sociedad, siempre moralista con los estamentos considerados inferiores y la mar de permisiva e hipócrita con respecto a quienes pertenecen a ella. Hoy día todo va cambiando y las mujeres, en cuanto se les hinchan los ovarios, mandan a los hombres a freír monas después de darles un curso acelerado de nueva cocina por lo menos. Hay machitos que son incorregibles, Y no machitos también. Que conste y quede claro. Ya que heteros y gay tenemos los mismos defectos más o menos. Bueno. Y ellas también tienen su aquel de vez en cuando. No caigamos en la fácil tentación de adornarlas sólo con flores. Ambos sexos tienen sus valores (idénticos unos y otros) que se equilibran y complementan, sin perjuicio de que aún conserven resquemores, fruto de tantos siglos de injustas vivencias y situaciones diametralmente desiguales.

Al vernos, el marqués abandonó su añoranza, recobrando el recuerdo de su antiguo empaque, para darnos la patriarcal bienvenida a su sereno hogar.
Con emoción mal reprimida abrazó y besó a su hija y a continuación a mí, su futuro heredero como inexplicablemente se empeña en recordarme de un tiempo a esta parte cada vez que me tiene delante suya. ¡Ni que tuviese ganas de llevarse por delante a mi madre!. También puede ser que al ser mujer la considere una heredera circunstancial de segunda clase, en régimen transitorio, hasta que la auténtica sucesión tenga efecto recayendo sobre los fuertes hombros de un varón de su misma sangre. Desde luego un pensamiento tan machista sería muy propio del marqués, pero qué equivocado está el pobre hombre. Si hay alguien fuerte en esta familia es precisamente su hija, que se parece mucho a su madre (una catalana de armas tomar e increíble habilidad mercantilista, mi querida abuela materna, que afeitaba un huevo y sacaba lana).

Sin pérdida de tiempo, mi anciano abuelo nos puso al corriente de los sufrimientos que padecía, en parte por su enfermedad y mucho más por su hipocondría, y, terminado el inventario de males, llamó a la buena de Hortensia con el fin de darle prisa para que empezase a ordenar la cena, puesto que el señor quería acostarse temprano. Ya hacía demasiado tiempo que se aburría en aquel caserón y el hombre venía haciendo la misma vida que las gallinas. De sol a sol. Bueno. Es un decir. Porque me consta que si bien se acuesta con el sol no se levanta hasta bien entrado el día. Podrá padecer lo que sea, pero jamás se ha herniado con ningún esfuerzo.

La vieja casa me trajo recuerdos de mi infancia y adolescencia. De intrépidas batallas de indios y corsarios en las que impepinablemente yo era el héroe audaz y mi hermano mi primer lugarteniente. Esas fueron las únicas ocasiones en que abusé de mi condición de primogénito y heredero de ilustres títulos de nobleza. La ocasión era propicia para ello, no cabe duda. Tratándose de gestas de heroica belicosidad, qué puede haber más oportuno que un titulado capitán. Por supuesto que la casa me evoca también esas otras hazañas, todavía más osadas, que corrí en las postrimerías de la dorada inocencia con Antón. Sin olvidar tampoco mi primer trío en los establos de doña Catalina con Cuco y un desconocido y prieto macharrán del pueblo, rebosante de salud, que si no me desvirgó ese día fue porque no se lo propuso, ni surgió la oportunidad para ello dada la avaricia de verga que tenía Cuquito. ¡Qué bueno estaba aquel jodido mozo!. Un auténtico producto de la tierra sin adulteración de ninguna clase. ¡Natural como la vida misma!. Sin artificio ni complejos, machacaba el culo del afeminado y consentido Cuco hasta sacarle por los ojos todo el puterío que el madrileñito llevaba dentro. Yo también le metí una follada salvaje al nieto de doña Catalina, pero el adolescente macho le rompía el ano con cada embestida que le daba con su férrea y gruesa polla. ¡Me pongo cachondo sólo con recordarlo!. Y ahora que lo pienso, Gonzalo podría ser la versión urbana de aquel joven gañán. ¡Al menos en la forma de dar por el culo!. ¡Joder!. En cuanto se anima te lo destroza. Y el caso es que te da tanto gusto el muy cabrón que lo último que desearías es que parase de follarte y te la desclavase del ano. Pasión y energías de juventud, que se dice. Y eso debe ser, porque con el mismo ímpetu que te da recibe. Lo mismo se entrega cuando pone el culo que a la hora de empalarte en su estaca de placer. 

Pero volviendo al guión y a los recuerdos que despierta en mí la casa de mi abuelo, he de decir que en cuanto entro en el comedor, esa enorme sala me trae a la memoria la última navidad que pasamos con mi padre, escasos meses antes de su muerte. Hasta ahora he hablado poco de mi padre, y poco voy a hablar de él. Pero, no obstante, quiero reiterar el profundo respeto y amor que tengo por su memoria. Esencialmente era un hombre bueno con todo el mundo. Nunca hizo daño a nadie, adoraba a su familia, y supo hacer feliz a su mujer. ¿Qué más se le puede pedir a un ser humano?.

Tengo la impresión que los años han ablandado a mi abuelo ya que se mostró extremadamente cariñoso conmigo durante la cena. Con su hija es normal porque siempre lo ha sido. Pero a mí me tenía de ojo por eso de ser rarito y no es un secreto que su preferido es mi hermano. Se ve que con la vejez da menos importancia a la rareza y más al hecho de tener rabo entre las piernas. Porque eso indudablemente lo tengo. E incluso a veces me ha traído alguna desgracia de tan juguetón e inquieto que es. Y también es verdad que ahora ando un poco más tranquilizado al respecto. O al menos centrado. Entre dos, pero centrado al fin de cuentas. Puede ser que con los pollazos que me propinó Gonzalo, el puto pito se ha enterado por fin de lo que vale un peine . Sujeto no está, ni hace falta, ya que ahora rara vez se acuerda en irse de parranda en busca de placeres distintos a los de mis dos novietes. Como diría Enrique, va siendo hora que se vaya haciendo formal, que ya tiene edad suficiente para eso.

Un poco por cansancio o por no tener mucho más que hacer, nos retiramos a media noche dejando para el día siguiente los asuntos relacionados con la finca que debíamos tratar con mi abuelo. Paseé la vista a mi alrededor, tomando un plano general del dormitorio, y comprobé con cierta satisfacción que en esa habitación el tiempo no había pasado. Todo estaba igual que entonces y hasta notaba en mi interior la misma inquietud de cuando era un niño. Fue tal la sensación que me costó trabajo reconocer mi imagen reflejada en el espejo. Vi un hombre cuando sólo esperaba ver un niño. O al menos un joven adolescente. Y vi a un hombre hecho y derecho. Quizás algún rasgo en la cara, pero por lo demás poco quedaba ya de aquel niño. Y mi mundo se trastocó. Desde ese instante percibí mi madurez y comprendí que nunca podría volver a jugar con indolencia como un niño. La vida se convertía en un trago serio que había que continuar pasando con dignidad, adaptándose a edades y tiempos, y sin olvidar el punto de partida para no perder el de destino. La melancolía me durmió entre sus redes y la alegría resplandeciente del sol me trajo otra vez a mi vida.

Por la mañana, invadido de ánimo y vigor, me moría de hambre y bajé a toda leche pidiendo el desayuno. Hortensia, que es un amor, me sirvió un banquete mañanero que no se lo hubiese saltado un torero. Hasta mi madre, extrañada por mi voracidad, me advirtió que me sentaría mal tanta cosa. ¡Pero qué va!. Me cayó de puta madre. Se me quitaron todas las insanas miasmas que traía encima. Todo era distinto. El mundo, un espléndido escenario. Y la vida, la obra maestra cuya representación se realiza regida por un gran director.

Repuesto plenamente mi ánimo necesitaba actividad y apuré a mi madre para irnos a Pontevedra, donde debíamos ocuparnos de temas relacionados con las propiedades de la familia, que reclamaban nuestro interés, y también de otros asuntos legales de los que nos pondrían al corriente los abogados de mi abuelo. Además, teniendo en cuenta lo quejica que es el viejo, sería bueno visitar a su médico para hacernos una idea exacta del estado real de su salud. Ya que, al parecer, si creemos a pies juntillas lo que él dice, tendría que estar ya a las puertas del otro mundo.

No hay demasiada distancia desde el pazo a la capital y enseguida estábamos en el centro de la ciudad. Dijimos a Manolo que nos dejase cerca de la Peregrina y que nos recogiese tres horas más tarde en una cafetería de toda la vida situada en pleno centro.

Hechas todas las gestiones previstas, aún nos sobró tiempo para pasear por las viejas ruas de piedra, que discurren por el casco antiguo jalonadas de soportales y nobles casonas con geranios y preciosas balaustradas de hierro forjado en los balcones.

Pontevedra, esencialmente la misma pero siempre distinta, hervía bulliciosa con el trajín de sus gentes sin alterar, bajo ningún concepto, la tranquila actividad diaria de una ciudad de provincias.

Cuando regresamos al pazo, justo a la hora de comer, el marqués ya estaba impaciente por el retraso, temiendo que la debilidad lo rematase dadas sus escasas fuerzas. Pero sin duda la situación no era para tanto, puesto que ni desfalleció ni perdió comba de las explicaciones que le dimos respecto a los asuntos de su interés. Y por la tarde, sentí unas ganas tremendas de acercarme hasta el río de mis andanzas de antaño. Y allá me fui a sentarme en su orilla viendo mi imagen en las aguas quietas, como el espejo que simula el río en un belén, para que el presumido cielo pueda verse mejor en ellas. Me prendí de mi reflejo largo tiempo. Y al mirar a mi alrededor me di cuenta que estaba en el mismo lugar donde conocí a Antón.

Era como si el tiempo quisiese dar marcha atrás. Y hasta tuve el presentimiento que de cualquier matorral saldría otra vez aquel muchacho desnudo, masturbándose y mirándome con el mismo descaro de entonces. Pero si algo no tiene el tiempo es marcha atrás. Y cuanto más pasa más prisa se toma en hacerlo. Nos acostamos creyendo tener toda una vida por delante, y al levantarnos ya somos unos ancianos como mi abuelo. Esto es un poco exagerado, lo sé. Pero por muy jóvenes que seamos no vale creer que nos queda mucho tiempo aún para hacer cualquier cosa. Todo tiene su momento y si se pasa pierdes la ocasión de hacerlo. Y mala suerte, porque ni siquiera te queda el consuelo de que otra vez será.

Desanduve despacio el camino hacia casa pensando en Paco y Gonzalo y ansiando estar otra vez con ellos. ¡Cómo me hubiera gustado tenerlos conmigo en ese momento!. Me puso caliente sólo pensarlo y entre unas matas, al borde del camino, me la casqué sin más contemplaciones. ¡Hostias!. Qué llevaba casi dos días a palo seco y uno no es de piedra. Y, además, aún estoy en la plenitud de mi vida sexual. ¡A ver si ahora vamos a salir todos puritanos!. ¡Pues no faltaba más!. La masturbación es muy sana. E incluso yo diría que vale más una buena paja en solitario que un miserable polvo mal acompañado.
Si en el camino desahogué mi necesidad física de sexo, al llegar al pazo tuve que calmar mi alma y llamé primero a Gonzalo. Lo pesqué acabado de llegar a su casa después de jugar un partido y su voz me derritió el oído.

"¿Gonzalo?"
"Hola"
"¿Cómo lo llevas?"
"Bien, pero algo cansado"
"¿Fue duro el partido?"
"Sí... Y hubo caña a tope"
"¿Te machacaron mucho?"
"Bastante"
"Pues que no te estropeen que eres mío"
"No hay peligro... Esos no me estropean"
"Eso espero"
"Me dejas tú peor"
"¿Yo?"
"Sí.... Tú."
"¡No sé como!"
"Hazte una idea"
"Dame pistas"
"Aún tengo el culo irritado desde el otro día"
"¿Y cómo crees que lo tengo yo?..... ¡Escocido!"
"¿Mucho?"
"Lo suficiente para no olvidar lo que me has metido"
"Pues yo tampoco olvido lo que me diste"
"¿Te duele?"
"No.... Pero me acuerdo de tu nabo cada vez que me siento"
"Y yo recuerdo el tuyo incluso de pie.... ¡Que me lo pusiste fino!"
"¡Joder!... ¡Pues no te cuento como quedó el mío!"
"Lo siento"
"De eso nada... Y en cuanto llegues a Madrid ya sabes lo que tienes que hacerme otra vez.... Follarme hasta rompérmelo"
"¡Joder, chaval!... Como sigas así poco falta para que me la muerda"
"¡Exagerao!.... Es grande pero no tanto"
"Más o menos como la tuya"
"No sé... Pero a mi me basta con lo que tienes"
"Y a mí ni te cuento... ¡Lo tuyo me llena sin dejar hueco, cabrón!"
"Ahora soy yo quien se la va a morder de un momento a otro... Y además estoy en pantalón de deporte. Así que puedes imaginarte el espectáculo si se le ocurre a mi madre abrir la puerta"
"Estoy a cien Gonzalo.... En cuanto llegue a Madrid te llamo... Y vete preparando porque te parto en dos"
"Llámame a la hora que sea.... Me da igual... En cuanto llegues a casa llama. ¿Vale?"
"Vale"
"Tengo que dejarte" 
"Bueno"
"Un beso fuerte"
"Otro"
"Vuelve pronto. Tengo unas ganas locas de verte"
"Y yo de verte a ti mi niño"
"Me gusta eso de tu niño"
"¿Si?"
"Sí"
"Bien... Besos mi amor"
"Eso me gusta mucho más"
"Estás un poco mimoso"
"Estoy ansioso porque me folles vivo otra vez"
"¡Gonzalo!... ¡Calla joder!... Vas a conseguir que me mate a pajas esta noche"
"¡No!.. ¡Resérvate para mi culito!"
"¡Serás cabrito!... Y tú resérvate para el mío"
"Pierde cuidado... Ya sabes que tengo para dar y tomar"
"¡Desde luego!"
"Besos mi amor"
"Besos y hasta pronto"

Me había puesto otra vez salido como una mona, pero no era el momento más idóneo para ir a mi habitación o meterme en el baño a hacerme otro pajote. Respiré hondo tres veces y fijé la mirada en un retrato de una tía de mi abuelo, más fea que un pifio, con la sana intención de que semejante esperpento enfriase el furor de mis testículos. Mas tarde pensé llamar a Paco, pero desistí, dado que seguramente no hubiese podido soportar otro recalentón en tan poco tiempo sin machacármela contra la pared.

El regreso a Madrid estaba planeado para el domingo después del mediodía, pero cambiamos de idea y salimos a primera hora de la mañana porque decidimos pasar por Fontboi y teníamos que desviarnos de la carretera general.

Hacía ya una buena temporada que no iba al solar de mis blasones y me hizo ilusión la idea de volver allí. La verdad es que el lugar está perdido en el culo del mundo, pero el paraje es de una gran belleza. Y el altivo caserón, mucho más grande y hermoso que el de mi abuelo Humberto, está rodeado de un extenso parque en el que cohabitan árboles centenarios de un sin fin de variedades botánicas, que le proporcionan una confortable intimidad al ocultarlo de miradas extrañas. La casa, con su único torreón y adornada en todas sus fachadas con escudos familiares, se enseñorea de su entorno vanidosa de su pasada gloria. Por supuesto, también guardo en la memoria hazañas eróticas vividas en esta finca. Y sobre todas una fenomenal orgía que nos montamos hace cuatro años, Cris y yo juntos, para celebrar nuestros cumpleaños (que más o menos caen en la misma fecha), a la que asistieron más de cincuenta tíos. Todos gay, naturalmente. Quién tuvo la idea fue el golfo de Críspulo (osea Cris), pero a mí me faltó tiempo para secundarla. Como era de esperar, al único que le pareció algo descabellado fue a Enrique, pero, sin embargo, también se apuntó con un medio noviete que tenía entonces.

La fiesta fue un escándalo, pero el viaje desde Madrid no lo fue menos. En total formamos una caravana de cinco coches, todos ocupados por la cuadrilla de amiguetes, que por lo extravagante y sofisticada hubiera sido la envidia del mismísimo Fellini en su "Julieta de los espíritus", con la Gabor incluida. Pasamos en Fontboi el fin de semana e invitamos a gente de toda Galicia y Portugal. ¡Fue increíble como lo pasamos!. Y no hablemos de la jodienda, porque terminamos follando hasta debajo de los muebles. ¡Hubo de todo!. Dúos, tríos, cuartetos.... Hasta mogollón indiscriminado. No faltó de nada. Aquello parecía "el jardín de las delicias" del Bosco.

Por fortuna tanto los caseros como el resto de los que trabajan en la propiedad viven lo suficientemente lejos del pazo como para no enterarse de la movida que liamos. Pero lo más estrambótico o protagonizó el inefable Cris. En pleno cachondeo, uno de los portugueses se cansó en balde en buscar a su novio, también portugués, y por más que preguntaba, nadie lo había visto en ninguna parte. ¡Ni que estuviéramos en el triángulo de las Bermudas!. Se lo había comido la tierra. No había medio de dar con el chico. Pero mira por donde desde hacía un buen rato tampoco había visto nadie a Cris, y a mí aquello me escamó. Pero como la cosa no iba conmigo pasé olímpicamente del asunto. Total que, después de varios escarceos, me subí a la torre a un monísimo coruñés para enseñarle la panorámica desde las alturas. Y en plena cópula, apoyado el chico con los codos en el alféizar de la ventana, las patas bien abiertas y el culo en pompa ensartado en mi verga, me dijo entre gemidos y suspiros:

"¡Ay!.... Mira allí.... En el tejado...... ¡Ay!.... Son dos.... follando... ¡Ay!.. ¡Sigue!... No te pares.... ¡Ay!... ¡Sigue!..  ¡Joder como se lo están follando!... ¡Sigue!"
"¡Joder!". Exclamé.
"¡Sigue!... ¡Sigue!". Me pedía mi coruñés.
"¡Será cabrón!.... ¡Se lo está ventilando el muy jodido!"
"Sí... Pero sigue... Métemela toda... ¡Clávamela!"
"¡Abre el culo!"
"¡Sí!... ¡Así!.... ¡Así!....¡Ah!.....¡Ah!"

Y claro que había dos follando sobre el tejado. ¿Y quién iba a ser?. Cris. ¿Qué otro habría tenido semejante ocurrencia?. El muy cochino se tabicaba al portuguesito extraviado, que, el muy puta, abrazadito a una chimenea le ponía los cornalones a su novio, mientras el espabilado de Cris le desatascaba en profundidad el conducto anal. Lo malo fue que en una de esas envestidas de sus grandes folladas el enculado perdió pie y casi se matan. ¡Menudo follón se organizó!. Resbalaron por la tejas hasta el borde de la techumbre y gracias que se engancharon al alero para no descalabrarse. Cuando conseguimos bajarlos, el novio cornudo puso como un pingo a su casquivano amante y quiso pegarse con Cris. Pero éste, haciendo gala una vez más de su extraordinaria habilidad en estos casos, no sólo consiguió calmar los ánimos del engañado sino que también se lo jodió en el jardín, bajo una acacia, repitiendo luego con el otro infiel, quedando tan amigos los tres. A la pareja les dejó el culo a gusto, y quedaron convencidos de que les había hecho un favor follándose a los dos. ¡Espléndido!. De regreso a Madrid nos descojonábamos de risa rememorando la escena. Tengo que reconocer que no existen dos como él. Es mucho peor de lo que fui yo en mis mejores tiempos. Su máxima vital es: "culo veo, culo quiero". Y su primordial objetivo: "a follar que son tres días". ¡Qué tío!. Si no fuese tan encantador cuando quiere y tan buena persona aún sin proponérselo, habría que caparlo. Y aquella noche no fue esa su única aventura, ni tampoco la del coruñés fue la única mía. Al final, ya bien de mañana, nos despachamos a gusto los dos juntos, pasándonos por la piedra a otro portugués precioso a quién le pusimos el culo como un bebedero de patos. ¡Magnífico culo!. Una maravilla de carnosidad, tersura y firmeza. ¡Y tragaba lo que le echasen!. ¡Cuanto hiciese falta!. ¡Qué cumpleaños!. Por mucho que bebimos quedamos secos. ¡Ojalá todos los años fueran tan bien cumplidos!. 

Al llegar a Fontboi, los caseros y el resto de los que atienden la finca nos aguardaban al pie de la escalinata ante la puerta principal del pazo. Clara, la mujer de Matías el casero y administrador del predio, tenía todo dispuesto para que almorzásemos allí. Lo que hizo posible que alargásemos algo más la visita al lugar donde tuvo su origen mi familia paterna. Las buenas gentes que cuidan mi propiedad son las únicas que se dirigen a mí llamándome señor barón, y la verdad es que me resulta la mar de raro escucharlo. Siempre estoy a un tris de pedirles que no lo hagan, pero luego lo pienso mejor y llego a la conclusión que podrían pensar que les estoy restando importancia a ellos mismos. Al rededor del pazo sólo hay cuatro casas mal contadas y el prestigio del lugar está en la supuesta noble historia de los Fontboi y del solar de su apellido. Ellos se sienten diferentes del resto de los lugareños puesto que son los de la casa del barón. En fin. Tampoco pasa nada por ello, ni es para tanto la historia. Eso de los títulos ya está obsoleto y poca justificación tienen en los tiempos modernos. Sin embargo, por el momento aún siguen vigentes en nuestra sociedad, e incluso yo diría que de un tiempo a esta parte se han puesto de moda. Que me llamen como les salga del culo si eso les hace felices, porque al fin y al cabo debajo de tales tonterías solamente queda un hombre mondo y lirondo, ni mejor ni peor que cualquier otro.

El resto de la mañana lo aprovechamos en recorrer mis posesiones, constatando con mi madre que mis horados administradores se desvelaban por todo aquello más de lo que yo mismo pudiera hacerlo. La casa estaba impecable y el jardín precioso. Y tanto los campos como todo el parque del pazo estaban igualmente cuidados, limpios y frondosos como en los mejores tiempos de esplendor familiar. Resultaba atractiva la idea de quedarse allí. Y de suyo me atrajo hasta el punto de pensar que el próximo verano me gustaría disfrutar tanta paz en compañía de alguno de mis dos enamorados. O mejor con los dos. ¡Qué lástima que yo no tenga el virtuosismo de Cris para tales cosas!. Insisto en el convencimiento que si él estuviera en mi lugar no le pondrían ni una sola pega. Los tendría comiendo en la mano a su antojo como dos tiernos corderillos. Aunque con él significaría estar a merced del lobo, por supuesto. ¡Y que ni se le ocurra tocarles un pelo porque esta vez lo mato sin remedio!. ¡Hay amigos con los que tenemos que tener un cuidado....!. Y a ti que ni se te pase por la cabeza birlarle alguno de sus marcaditos, porque te arma una que te cagas. Es muy suyo el chavalote y hay que aceptarlo como es. Todos tenemos nuestras rarezas más o menos soportables. Y la virtud de un buen amigo está en aceptarte sin pretender que te reformes demasiado, a pesar de restregarte por la cara tus defectos. Una cosa es hacérselos ver para que sea consciente de ellos, y otra muy distinta es intentar quitárselos, puesto que posiblemente ahí esté precisamente toda su gracia.

A eso de media tarde, tranquilamente y sin prisa alguna, partimos de regreso a la villa y corte de Madrid con el corazón anhelante (por mi parte claro) por volver a saber de mis dos jóvenes amantes.

Me pasé la primera parte del viaje con la oreja pegada al respaldo del sillón, durmiendo como un bendito, hasta que nos detuvimos a restaurar ligeramente nuestras biologías, y entrada la media noche llegamos a casa.

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